¡MI primo Piero, el dueño el balón!
Por Alfonso Hamburger
De mi libro en ciernes “Textos San Jacinteros”, comparto este capitulo.
I
Reparo a mi viejo y lo veo rozagante, con su rostro manchado y aunque ya camina lento, sigue siendo un roble, que manda en todos los recovecos de la gran casa, llevando consigo siempre un mazo de llaves. No tanto así Piero, a quien he visto en el campo de fútbol de La Bajera, hace unos minutos, caminando al tanteo bajo el sol, como si desvariara sus pasos. Iba como envarillado bajo el sol brillante e invernizo de las once de la mañana, rumbo a la línea de cal que divide el campo. Se acababa de bajar del viejo y destartalado auto azul, que dejó a mitad de la calle, taponando la vía, y se detuvo en toda el pedrero de la acera como un florero, donde el manager del equipo blanco alzaba los brazos y gesticulaba cual umpayer . Caminaba como tanteando el terreno, con suma dificultad y ya muy lejos quedaba la imagen de aquel hombre de caminado rápido y menudito. Yo, que llegué despistado desde lejos, veía solo cocuyos, después de una intensa lectura de madrugada, de modo que tuve qué preguntar por quienes jugaban en ese campo para motivar la presencia de Piero, quien engatusó a la gente diciendo que fue alero derecho de Millonarios en sus mejores tiempos. Mentira. Otra de sus tantas mentiras. Sus hijos, creo, ya no están para correr detrás de un balón tan intenso e intensamente, en un campo de peladeros y resaltos. El fútbol que veo por estos lares es insulso, de pelotazos, intenso, con más faltas que vistosidad. Juegan más para destruir que para construir. Y como la cancha ha sido revolcada por los burros, sus muñones de grama, hacen que dominar el balón sea una odisea. Casi todos entregan el balón en forma cuadrada.
– El que juega es el nieto, dice uno de los mirones.
Claro, me pasé la mano por los ojos para limpiar la telaraña que me impedía ver limpio. El nieto estaba impecable-mente vestido, como todo un profesional, con el número de Ronaldo en la espalda. Hacia precalentamientos suaves y saltaba en sus guayos importados.
– Y no lo irán a meter?, preguntó alguien.
La respuesta no se hizo esperar:
– Nada, ese tipo es muy malo!
El partido iba uno a uno y solo faltaban nueve minutos. No era probable que lo incluyeran, de modo que Piero se vino caminando, de igual manera que antes, tanteando el camino, prendió el carro al primer giro de la llave- ¡fue un milagro!- le dio marcha y se fue con su sonido atorado. En ese instante la miquita que iba por la izquierda, atacando para abajo, ganó un pelotazo largo por su sector. Me acordé de mis mejores épocas, en que me proclamaba el diez aunque llevase el quince en la espalda. El joven delgado hizo filigranas, zafándose de cuatro defensas, a quienes amontonó a punta de gambetas y amagues y cuando varios rivales estaban regados en el suelo, le pegó un de-rechazo cruzado al palo derecho del arquero: ¡Golazo del equipo blanco! Que se ponía a siete minutos del triunfo. Ahora si podían meter a Piero, caray. Ya iban ganando. Y Piero, obvio, era el que patrocinaba el equipo blanco.
– ¡Metan a Piero! Grité, emocionado.
– Nombe, ese tipo es muy malo, replicó otra vez la misma voz. Se la tenía adentro.
– Si lo meten fue porque regaló los uniformes y le dona de a 50 mil pesos por cada jugador! La misma voz lo seguía fregando.
El triunfo parcial reposaba el partido. Y enseguida se anunció el cambio, Piero estaba que se jugaba solo. Entró con un trotecito de príncipe, resaltando en el campo por su gordura, sus barbas frecuentes y sus gafas de médico. El primer balón que le llegó, a los 30 segundos, no era para él, porque era un rebote, y lo tomó tan desprevenido, que no lo pudo parar. Fue su primera caída, de las cinco que se dio en sus cinco minutos. Se peló dos veces, en una de ellas le dio una patada a su adversario, hubo un cruce de empujones y el árbitro le mostró tarjeta amarilla.
Aquello me hizo recordar mi actual estado, en que todo lo iba dejando tirado. El fútbol se fue de mí en el mejor momento. Tuve varios equipos, que tiré en el camino, dejando a un grupo de seguidores frustrados, porque un día en vez de seguir el partido, me instalé en la orilla de la carretera y tomé el primer bus que me llevara a alguna parte.
Ahora veo a mi padre que habla de los viejos y de la muerte. En esta semana la ganchuda se llevó tres. El primero se quedó pegado a un cable de alta tensión. El segundo lo mató un carro cuando trataba de pasar la carretera completamente borracho y el tercero en una moto.
Mi viejo critica ese afán de las motos. Se las dan a niños que a duras penas alcanzan a los pedales, con sus paticas flacas colgantes. Se meten por donde les da la gana y matan viejos por las calles.
En ese instante, Piero el viejo apareció con una cerveza en la mano, tal y cual como lo he visto por lo menos en los últimos cuarenta años.
A esa hora ya nadie hablaba del partido que había motivado la presencia de Piero el viejo en la linea de cal.