Crónicas del pos conflicto(III)
LA GAITA QUE APAGÓ LOS FUSILES
- La mayor parte del Festival Nacional de Gaitas se cumplió en medio de la guerra. Sin embargo, mientras se abría el telón, la guerra hacia una tregua.
Por Alfonso Hamburger
…Y llegaron los gaiteros, pero pocos lo creían, porque cuando el poeta José Ramón Mercado propuso en Bogotá hacer el festival, en 1975, diez años antes, eran muchos los incrédulos . La incertidumbre era de dónde iban a salir los gaiteros para hacer un festival. Fue la misma pregunta que se hizo Alejandro Durán Diaz once años antes, cuando se propuso el Festival Sabanero del acordeón en Sincelejo. Durán habló de Eugenio Gil, de Andrés Landero y otro más. No había, según él, el suficiente material humano para esa fiesta.
En Ovejas la situación no fue distinta, pero al sonar el cacho en las montañas, los gaiteros empezaron a desentumecer sus palitos que llevaban tiempo alzados en el entre palma de los ranchos, en los zarzos del maíz y el ajonjolí, y en muchos casos colgados en el garabato, entre los horcones donde se disecaba el tabaco. Toño Fernández, quien había sido el mago del canto, ya no hablaba sin soltar el llanto. La crisis era como la muerte. Pero ahora estaban en la incertidumbre, cuando de pronto las calles de Ovejas se vieron invadidas de esos hombres color de tierra, que bajaban de todas partes con sus motetes y parapetos , porque había llegado octubre y con San Francisco su Festival. Así se iba desbaratando la incertidumbre de la primera cita, 4 de octubre lluvioso de 1985, pero no había plata. El alcalde de turno vio la maroma como un embeleco de gente necia. El erario de estos pueblos perdidos en la politiquería de siempre, no tenía en el presupuesto dinero para la cultura y si aprobaban una obra de teatro en ésta no se podía hablar mal del Gobierno, porque era censurada.
– Les doy el permiso, pero no hablen mal del Gobierno, dijo José de La Cruz Rodríguez, aquel alcalde de San Jacinto que multaba con cemento, cuando un grupo de estudiantes le fueron a pedir permiso para montar la obra de Gabo, “En este pueblo no hay ladrones”, en 1975. Nos separaba de Ovejas solo 23 kilómetros, y lo que era de un pueblo era del otro. Éramos unas copias idénticas, hasta en la sed eterna. Nunca tuvieron resuelto el problema del agua, pese a que comparten el río de agua salada que corre por debajo de sus calles y que llora en algunas esquinas.
Cuando asomaron los primeros gaiteros por la calle de tierra, frente al cementerio, Toño Cabrera Fontalvo, el fundador, se asustó. La primera pregunta que se hizo fue: “¿Dónde alojar a tanta gente? No había hoteles, como hoy tampoco los hay. No hay camas. No tenemos plata para alimentarlos. La Alcaldía adolecía de esas costumbres de alimentar borrachos. Y menos si no daban votos. Para las fiestas patronales, los de la junta, que eran amigos del gobierno de turno, iban tres meses antes donde el Senador , en Sincelejo, y no le pedían para la escuela que se estaba cayendo, para el puesto de salud ni para la casa de la cultura. No les interesaba. Iban por diez o veinte cajas de ron y una banda de vientos. Eso les bastaba para festejar los días del santo, cuya celebración iba de cuenta de la Iglesia. Llegaban felices porque tomarían cuatro días seguidos con sus noches por cuenta del Senador, el mismo que cerraría la Escuela de Gaitas más tarde, según lo cuenta Ernesto Mc Causland en su documental “El Siniestro de Ovejas”, basado en la canción de Carlos Araque, en la que los santos también lloraron.
Aturdidos por el compromiso y viendo que las calles de pronto se vieron sacudidas por los hombres ensombrerados de manos callosas que iban llegando con sus palitos al hombro, los del invento cayeron en la casa del papá del sacerdote Derian , cerca del cementerio, donde expresaron la inquietud, pero fue José Ramón Mercado, quien con su mente de creador, dio la solución. Se acordó que durante el Internado de su bachillerato, en el Seminario de Corozal, se usaban las esteras para dormir, pero en Ovejas no había esos elementos. Fue allí mismo, al ladear su cabeza tras la caminata de una mujer que iba con un paraguas y meneaba las caderas como mula cerrera, que vio colgadas en una tienda unas esterillas de enjalmar burros, que se mecían con las poca brisa colgadas de unas pitas. Esas esterillas también servían de colchón y hasta eran más cómodas que las esteras del seminario de Corozal. Consiguieron prestadas todas las que pudieron.
Entretanto, las calles se seguían engalanando con los nuevos huéspedes de Ovejas. El alcalde no tenía presupuesto, pero sí quien le acreditara dos o tres bultos de arroz y algunas arrobas de carne. En ese momento, en que buscaban los aliños, una mujer se apareció como el ángel, dispuesta a cocinar para los recién llegados.
Iban con la mujer de la cocina por la calle, a media cuadra del centro, cuando se presentó otro drama. Era el tres de octubre de 1985 por la tarde y la procesión del Santo del día siguiente estaba peligrando. El cura González venia corriendo con la sotana agarrada con las dos manos, en forma cómica, recogida en su puño para poder correr sin dificultad. Acababa de recibir la noticia de que la banda de músicos que habían contratado para animar la procesión había desecho el contrato verbal porque les había salido una oferta que duplicaba sus ingresos. A esa hora era casi imposible conseguir un reemplazo. Fue donde a José Ramón, que había propuesto las esterillas de enjalmar burros como si fuesen colchones y la cocina popular, volvió a prender la imaginación.
– La tengo, padre, gritó.
– Dime, hijo, exclamó el cura.
– ¡Hagamos la fiesta con los gaiteros!
La solución no estaba lejos. Llegaron a la casona de la esquina, aquella de pretil alto, sede del festival, donde los gaiteros ya estaban congregados. No fue difícil convencerlos. Ellos estaban que se tocaban solos. ¡ Estaban Listos!.
Cuando salieron de la sede del festival a la iglesia, poco antes de las cuatro de la tarde, ya eran cuarenta los que iban. Cuando llegaron a la Iglesia se sumaron cuarenta más. Al despercudir sus palitos la música sonó con gracia y cien metros después ya eran doscientos. Era un espectáculo nunca antes visto, exótico. Las mujeres que se bañaban a esa hora salieron a las puertas de sus casas con el pelo aun húmedo, goteando la fragancia de la tarde, se terminaron de vestir en la calle y se sumaron a la procesión. Cuatro cuadras después ya eran centenares de personas. Los gaiteros tocaban y la gente marchaba. José Ramón caminaba al lado del cura, quien llevaba una botella de aguardiente en la mano y se la pasaba sin disimulo, mientras celebraban el primer festival, desparramado por las calles ondulantes de Ovejas.
Después del recorrido cálido, con ese sonido ya no del Diablo sino de Dios, la procesión se acercó al marco de la plaza, buscando el sendero de la Iglesia San Francisco de Asís. La cabeza de la monumental procesión dio un giro a la manzana para entrar por la parte posterior y al virar sobre su propia cola se dieron cuenta de que se iba a armar un desorden porque el final aun no llegaba a la plaza. Fue donde el padre, que se volvía a empinar la botella, mientras se la pasaba a José Ramón y se secaba el bozo con el envés de su mano, volvió a preocuparse.
– …¿Y qué vamos a hacer con tanto gaitero, donde los metemos?
La situación se les complicaba, porque no habían previsto semejante enredo. La cabeza de la procesión le había dado la vuelta a la manzana y ahora no podía entrar a la iglesia porque la cola aun venia cuatro cuadras más abajo. Era como una serpiente que se mordía su propia cola. Había confusión. Fue donde volvió a surgir la chispa de José Ramón.
– ¡Meta los gaiteros en la Iglesia, padre!
Y así, sin más allá y mucho más de acá, los gaiteros siguieron tocando su gaita corrida, por primera vez, dentro de la iglesia.
El festival había nacido bendito.
Los primeros seis festivales se hicieron en la fecha del santo, pero José Ramón no sabe por qué el programa se corrió para el puente del día de la raza.
El Festival, en sus 33 años, ha sido una zona de distensión, porque en medio de la guerra que vivió la zona, solo sonaban las gaitas. Nunca sonó el disparo de un fusil. La guerrilla y los paramilitares apagaban sus fusiles y muchos sin saberlo, bailaron las mismas cumbias. Ovejas empezó a vivir el pos conflicto mucho antes de que lo decretara el Gobierno.