El día que descubrimos la felicidad con un gol imposible!

Este es el camino real de Bajo Grande, 44 años después.

 

Crónicas contra la tiranía del olvido (II)

¡Un gol agónico para el recuerdo!

 

Por ALFONSO HAMBURGER.

Alfonso Hamburger, autor de esta crónica del desplazamiento.

Como papá jamás pensó en que su historia no era secreta, desde niños trató de espantar los deseos de patear balón. Sí, eso, patear bola de trapo, para arriba y para abajo, entre descamisados y con camisas, a pata limpia, porque decir que aquello era fútbol y estética, ni para el carajo. Nunca habíamos visto un partido de fútbol ni siquiera por televisión, hasta que un día José Wilfrido — el hermano que nunca jugó ni bola de uñitas— nos las aclaró: “El fútbol no es como ustedes creen, cada jugador tiene su posición y cumple una función en el campo de juego”.  José tenía la razón, porque cuando jugábamos en la calle, de sol a sol, con los pretiles como gradas, todos corríamos detrás del balón, sin ton ni son. Y cuando al final nos tropezábamos con el balón, le dábamos otra patada para que fuese a parar a algún lado. No sabíamos que la misión no solo era dominar el balón, sino meterlo en el arco enemigo y evitar que se metiera en el nuestro. Así de simple.

Pero papá, que era celoso con el sol y controlaba la casa con un foco de cuatro baterías, con el que revisaba palmo a palmo cada metro del solar de los abuelos, nos tenía vigilados. Eran gritos prevenidos para que no nos fuéramos para la calle, cuando todos supimos más tarde que alguna vez estuvo a punto de matar al caballo cascón de nuestro abuelo, porque tenía un partido de fútbol a las once de la mañana. Dicen que salió de Bajo Grande para Zambrano, a cinco leguas para los lados del río, a las seis de la mañana, a buscar unas medicinas para el primogénito enfermo. Y azotó de tal manera al animal, que al llegar de regreso el sote cayó de culo.

A papá se le había olvidado que hizo parte de una de las parejas de centrales más famosas de la selección Bajo Grande, con su compadre Avelino Escobar. Ambos medían un metro con ochenta. Mi padre era de porte alemán ,pecoso y colorado. Y Avelino era una estaca africana que tocaba gaita y era carpintero. Por arriba eran unas torres impasables. Y por debajo, a ras de tierra, no eran unos pendejos.

Bajo Grande, que llegó a tener el mejor campo de fútbol de la zona, con medidas como las del Maracaná, rodeado de trupillos y espinas, se hizo un fortín. Nadie les quitó el invicto, solo el desplazamiento forzado. Jugaban con el balón grande, con el que nadie les ganaba.  Como el campo de fútbol estaba entre una selva de espinas que dañaba los balones, lo que hacían era inflar el esférico con un gas más denso que el aire —flinel—, entonces la pecosa se ponía pipona, pesaba más que una común y corriente y daba la sensación de que no era un número cinco, sino un número seis. Y como los boquerosos —así le decían a los Bajogranderos— practicaban con “el balón grande”, cuando tomaban un esférico legal reglamentario, este parecía un juguete, se les antojaba muy liviano. Le daban patadas de mulos y el balón se iba por las nubes. Por eso, alguna vez los visitó el Club Los Católicos —que no eran muy católicos y jugaban ebrios— , que tenían su sede en San Jacinto, usaban el uniforme azul del FC Millonarios y decían el tener 68 partidos invictos por todo el Caribe.

Bajo Grande tiene muchos árboles y pinta para un parque ecológico.

Bajo Grande los recibió con sancocho de tres carnes. Los Caóticos, que contaron con el mudo Casas —compañero de Jaime Morón en la selección de Bolívar—, llevaron un balón legal. En el primer tiempo, con el balón legal, le metieron tres goles a Bajo Grande. Ellos, los locales, no se hallaban en su propio campo. El balón le era muy desconocido, inmanejable, balsita, parecía una pluma. Pero en el intermedio alguien del público gritó que les pusieran “el balón grande”.

Trajeron un balón grande. Bajo Grande logró hacer tres goles en la primera media hora y cuando ya iban rumbo para el cuarto, Los Católicos abandonaron el juego, alegando que no había condiciones para seguir. El mudo Casas, que jugaba como los dioses y acostumbraba a beber cerveza en los intermedios, decía tener una patada envenenada, porque una ceiba que quedaba en uno de los extremos del campo de fútbol se disecó. Él alegaba que el árbol se había disecado, porque allí pegaban sus balones que llevaban un veneno letal, una patada enroscada.

Hubo partidos memorables de la selección de Bajo Grande, conformada por campesinos fornidos, que tenían una contextura física natural. Nos paseamos por todo el Caribe, invictos.

Bajo Grande fue desplazado. Hoy así queda el camino que transitamos aquel enero de 1980.

El partido más memorable ocurrió en enero de 1980 en San Agustín, en la orilla del Río Magdalena, jurisdicción de San Juan Nepomuceno, con la selección de aquel corregimiento, donde nacieron los músicos Rufino Barrios —fabricador de los primeros acordeones en Colombia— y Julio Rojas Buendía, dos veces rey vallenato.

Aquella era una selección de fornidos pescadores, altos y severos, pata dura. El campo de fútbol quedaba en la orilla del río, sobre un arenal que daba hasta los tobillos y era utilizado también para jugar béisbol.  Los locales, como las puertas eran movedizas, las achicaban para ellos y las engrandecía para el visitante, porque el travesaño era una cabuya.

Salimos de Bajo Grande de madrugada, a pie muchos, y otros en burros, por un camino escabroso y de herraduras, atravesando Chiro, Cerro Hueco, Morrocoy y Porquera. Llegamos a eso de las nueve de la mañana y esperamos que se acabara el partido de béisbol en curso. A las once ya estaban poniendo los arcos para el fútbol. Comenzamos aquella puja sin esperanzas de triunfo. Aquellos pescadores nos iban a destrozar. Nunca habíamos jugado en un campo de arena y a pleno mediodía, pero llevamos en el arco a Fabio Ortega, un hombre espigado y elástico, que en la primera hora sacó balones de todos los ángulos, quizás porque la arena le permitía caer con comodidad. Nuestros ataques eran pocos, hasta que faltaron apenas cinco minutos para terminar el primer tiempo, por el ala izquierda, como un verdadero wing, a lo ringo Converti, nuestro Hugo Caro, se dribló a unos tres adversarios y mandó un centro templado al área de candela, donde el arquero local logró manotear el balón, quitándoselo de la cabeza a Ulfran Ortega, que ya iba para gol. El balón quedó suelto en el punto penal, retozando, dando vueltas sobre su eje en una especie de nido de arena, mientras el arquero yacía enredado con defensas y delanteros en el arenal. Yo, que venía de atrás, alcancé a darle al balón con la punta de mi zapato derecho. Apenas lo pellizqué. El balón salió de rollete, manso, rumbo a la puerta desguarnecida. Casi que no llegaba. El balón no rueda mucho en la arena. Al fin, el balón pegó en el paral izquierdo del portero y logró penetrar la ya casi borrada línea de cal. ¡Gol nojoda! ¡Gol de Bajo Grande! Nuestras pocas barras, debajo de unos árboles de trupillos, con trapos en la cabeza para protegerse del sol, gritaron el gol como demonios. Entraron al arenal y me cargaron. Ni yo lo creía. ¡Gol Pocho, gol tuyo, nojoda!

Lo difícil vino después. El árbitro local alargó el primer tiempo hasta los sesenta minutos y nos expulsó al lateral derecho.

El segundo tiempo fue un infierno interminable a pleno sol. Con diez jugadores y un público y árbitro en contra, nos tocó resistir la arremetida de un pueblo pescador. Al fin logramos el uno a cero, como si nos estuviera dirigiendo el Bolillo Gómez.

Nos dieron almuerzo de mala manera, pero nosotros estábamos más interesados en regresar como héroes a Bajo Grande. Teníamos que caminar unas cinco leguas —por lo menos cinco horas— a pie y en burros.

Así quedó Bajo Grande luego de la masacre perpetrada por las AUC en la población. Hasta hoy, los desplazados no han regresado.

No existía teléfono, Twitter, WhatsApp ni nada de eso. Solo el correo de las brujas. Cuando llegamos a Bajo Grande, por la noche, ya todo el pueblo estaba enterado de nuestra hazaña. Le quitamos un invicto de más de cien partidos a San Agustín, reforzados con jugadores de la Caja Negra de Plato y Tenerife, Magdalena.

Fue el día más feliz de nuestra vida. Nos hicieron un sancocho, nos organizaron un baile y, por primera vez, las muchachas me pedían el barato para bailar.

Aquella fue la mejor barra, brava y amorosa del mundo.

Habíamos descubierto que existía la felicidad.

 

 

 

 

Alfonso Hamburger

Celebro la Gaita por que es el principio de la música.

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