El día que conocí a Ramsés Vargas

RANSES VARGAS L

EL DÍA QUE CONOCÍ A RAMSÉS VARGAS.

POR ALFONSO HAMBURGER.

Lo tengo nítido. ¿Cómo habrá de olvidárseme aquel atropello de Ramsés Vargas, quien irrumpió a la sala con diez guardaespaldas, impecablemente vestido de saco y corbata como para Bogotá y se paralizó todo. Todos se pusieron pilas, como si hubiese llegado el Papa de Roma, Juanes o Carlos Vives. Las cámaras que lo esperaban con sus luces, se prendieron y enseguida empezó el ritual de los elogios y los aplausos. Era más que un artista. No tuve más remedio que escribir una crónica para describir aquel atropello contra la decencia y el decoro. No me alegra, pero si es bueno resaltar aquel inolvidable día, más aun cuando hoy el tipejo está detrás de las rejas.

¿LUCHA DE EGOS EN LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA?

¡Yo también lo leo, señor rector!
– La crisis que viven algunas universidades de Barranquilla son inocultables. Disputas internas y familiares hacen mella. La avaricia y la idolatría al súper ego. El centralismo quillero, tan letal como el centralismo cachaco.
Por Alfonso Hamburger

Romper la siesta larga- y si es de viuda de pescado, peor- para aventurar un viaje a Barranquilla desde los sures profundos, ya no en busca de paz y tranquilidad como hizo el Viejo Miguel, para un provinciano sabanero es un gran reto. Y hasta riesgoso. La ciudad sigue teniendo ese mal, ese misterio para el provinciano.
De todos modos, uno no se puede quedar eternamente en este estado de confort de los pueblos y por eso fui a la cuarta Feria del Libro 50 años de la Universidad Autónoma del Caribe, donde no iba desde mi egreso, en 1985. Le había tomado miedo a aquella gran ciudad, donde dice mi hermana Viery – hoy tan Barranquillera como el arroz de lisa- que allí se vende todo lo que expongas: hasta un “mojón” envuelto en papel de celofán. Y uno cuenta de la feria, según le vaya en ella, dice Adolfo Pacheco. De modo que voy a contar, en una serie de crónicas mi percepción de este viaje.
Cuando el profesor Guillermo Mejía me confirmó que yo estaba seleccionado para el acto del cierre de la feria (jueves 26 de octubre a las cinco de la tarde), me entró un frio de perros por el estómago, como si hormigas arrieras pasearan en mis vísceras. Me asusté de la misma manera de aquel día en que un bus de Murillo me fracturó los deseos de ser futbolista profesional. Fractura conminuta del tercio superior del fémur izquierdo. Cuando llegué a estudiar periodismo en 1981, con el antecedente de cometer 147 horrores de ortografía en un dictado del bachillerato, lo que más me impresionó fue ver que las personas ponían unas tablas para pasar los arroyos y del otro lado había alguien que cobraba por ese servicio. Nosotros regalábamos la yuca y las ahuyamas burreras. Y vi que todo en Curramba se cambalachaba, se vendía y se le ponía un precio. Allí habían llegado los del cartel del suero y se llenaron de plata. Avispadísimos. Hoy en las tiendas hablan a vox populi de que no sólo vendían drogas legales, sino que comercializaron la mara cachafa y hasta les prohibieron el ingreso a Los Estados Unidos, pero que se echaron al pueblo en el bolsillo cuando empezaron a conquistar títulos con el deporte más popular. Hoy nadie se atreve a asegurar aquello, al menos que sea off de record. Hoy son la élite.
Todos son por iguales. Quien maneje un auto en Barranquilla está capacitado para hacerlo en la ciudad más caótica del mundo, sentenció una misión japonesa sobre el transporte en la década de los 80. Hoy la ciudad ha cambiado, ya no existen los buses de Murillo. Barranquilla es la ciudad más preparada para enfrentar el TLC, las construcciones son majestuosas, se rescata la rivera del Rio, y se trata de controlar los arroyos. Pero en el fondo el mercado es el mismo. Todos se rebuscan. Para pasar la carrera 38 lo pensé casi una hora. Todo es sálvese quien pueda. Nadie sede el paso. Hay que abrirse a la brava en la maraña de autos. Y ese sistema del “avispamiento” penetró toda la sociedad. Las cosas más horrendas, en materia de crímenes, han sucedido en Barranquilla, pero también sucede la brisa y el carnaval. Son contrastes. La percepción para algunos es la de una ciudad maloliente e insegura, pero la gente dice ser feliz en Curramba. Algunas universidades, que son el templo del saber, están en crisis. Lo que ha sucedido en la Universidad Autónoma del Caribe- mi universidad- y en La Libre y en otras, esa crisis de poder, la pugna por el dinero, de crímenes y de corrupción, está latente en el ambiente. Algunos tratan de esconderlo, pero la pobreza como la riqueza, siempre saltan de bulto. Imposible ocultarlas.
Lo único que me ha vinculado a la Universidad Autónoma del Caribe, después del egreso, es un diploma que he extraviado, un lejano recuerdo, casi en la penumbra, de los primeros amores en olvido y dos grupos en WhatSapp donde hemos tratado de revivir recuerdos rotos por la nostalgia, la distancia y el tempo. Nada Más. Lo mejor de la universidad somos sus egresados. La Universidad la rompieron en mil pedazos. Su imagen fue manchada, pero la gente sigue como si nada, porque son los números los que venden en una sociedad que ha ido perdiendo la espiritualidad y donde se cree que todo es carnaval. Y donde todo tiene su precio. No hay diferencia entre las élites de poder ni en sus avaricias, porque al final el dinero los termina uniendo. O sea, el mismo fin, ahora exacerbado por el deseo de figuración, como si se estuviese en una batalla por un poder extraño, con maldito y extremo culto al hombre finito, terrenal, impuro.
…Y además de esos recuerdos, que a veces le vienen a uno como entre sueños, cuando se viaja y se mira cómo pasa el ganado en contravía de la ventanilla del bus, igual que los ranchos de paja y los soles de conejo, llevándonos a la niñez, existen algunos profesores que han sido la universidad extendida en el tiempo. Algunos fueron meros accidentes. Otros, como Guillermo Mejía y Carlos Ramos Maldonado, han sido la universidad dentro de uno. Uno se los halla por el mundo, por los eventos y allí están, intactos (quizás un poco usados por el tiempo). Es un agradecimiento imperecedero, porque supieron hacer su tarea. Y la siguen haciendo de alguna manera. Durante un panel sobre crónica radial en la Universidad Javeriana en Bogotá, para unos 800 periodistas del mundo, en el que fui invitado, al final del cual querían llevarme para México ( ¡Que susto!), vi entre los asistentes al profesor Mejía, peinando canas, pero con su estilo intacto del buen vestir y bien puesto, entonces no aguanté la emoción y rompiendo el protocolo, lo mencioné con orgullo. ¡Una corronchada chévere!
Nada ha cambiado en mi afecto hacia los profesores, pero uno como periodista y como fisgón que es, además del instinto, debe tener algo que lo haga ver más allá del común de la gente. Y por eso no quería regresar a la universidad, quizás para seguir viéndome entre nebulosas, subiendo las escaleras a trancadas, revisando quizás las fotos en las que casi nunca aparezco ( ¿Era tímido?, pregunto) , perdiéndome en el centro para tomar el bus y tratando de aclarar nuestro viaje a ciudad perdida y los exámenes finales de cine con Gonzalo Restrepo en Santa Lucia…Nada más.
Pero fui y me vine frustrado. No por mí, porque me fue muy bien, aprendí, pero a la feria no le fue bien. Tampoco a los profesores. Vi al hijo de Edgar Perea (Fernando), una especie de niño grande (190 de estatura) queriendo jugar a ser escritor y político, un muchacho prístino y agradable, pero un poco confundido en esta disrupción digital incierta, con exceso de exposición del morbo. Y es cuando uno nota que la figura del padre le hace falta a sus hijos. Lo vi confesar que su máximo video en las redes lo que ha alcanzado son tres mil reproducciones y que sueña con uno de 20 mil a ver si puede vender su candidatura próxima como representante en la Cámara. Me pareció ingenuo, demasiado humano. La vida no es fácil ni para los hijos de los grandes.
Lo más impresionante, para mí, que estaba en una esquina neutral viéndolo todo (no tengo ahora opinión sino intención), fue el momento en que llegó el gran jefe. Al parecer algo había fallado y lo habían dejado de último. La edición de sus columnas “tan leídas” en un libro bellamente logrado no había llegado a tiempo. Había nervio en la valla. El auditorio a las cuatro de la tarde estaba casi vacío. ¿Dónde estaban los estudiantes? En el rostro de los organizadores había preocupación. No sabían qué hacer con el tiempo y la cabuya iba a reventarse por donde debía ser. Es un tiempo de transición donde no se puede fallar, porque el jefe maneja el WhatsApp y el lapicero. Además, jugaba el junior. Bueno, yo, además, era un tipo del patio, de confianza. Pero al menos el jefe debía saber, pero no le dijeron. Y el tipo se despachó.
Cuando el jefe irrumpió, vestido como para Bogotá, hubo un explosión de algo. Unos tipos con chalecos antibalas (me dicen que diez) se apostaron en cada esquina del auditorio. Y de pronto el auditorio se llenó. Había estudiantes por notas, que de pronto no entendían y que iban a jugar a ser periodistas. Pensé que había llegado el papa Francisco o de pronto Silvestre Dangod, porque estaba distraído. Las cámaras de televisión ya habían sido revisadas para la transmisión en directo y los celulares en mano listos para las fotos.
– Llegó el jefe, me dice Jairo Soto Hernández.
Voltee y lo vi. El tipo fue rodeado por casi todos, que se le abalanzaron con una reverencia que se hace solo a las estrellas. Es un tipo hasta simpático, que trata de agradar y responder a todos. Lo demás quedaba clausurado. Y se fue acomodando frente a las cámaras, en la tarima y el backing exclusivo. Y el tipo les hablaba a las cámaras y a los asistentes. Y las preguntas preparadas para que caminara por un riel: sin contratiempos. Casi todos tomaban fotos con sus celulares y las enviaban al ciberespacio en forma inmediata. Todos debían leer sus columnas que reciben en el Whats App, escritas en su celular cuando viaja (tiempo que también aprovecha para leer), mientras manda. Es una ley imperial leerlas y comentarlas. Ya instalado en su opulencia, el jefe pasó revista a sus subalternos. El pobre Anwar Saad se había ido. De seguro le jalarán las orejas.
…Y dos horas después, el jefe seguía respondiendo preguntas, porque “Yo, señor rector, también leo sus columnas”.
Y al final, uno de los profesores, a nivel de contentillo, según supone, me entregó un ejemplar de tan esperado libro, como si fuese una penitencia.
– Bueno, aquí tienes, para salvar la noche. Ordenó, como cuando era mi profesor. Y se fue.

Lo tengo nítido. ¿Cómo habrá de olvidárseme aquel atropello de Ramsés Vargas, quien irrumpió a la sala con diez guardaespaldas, impecablemente vestido de saco y corbata como para Bogotá y se paralizó todo. Todos se pusieron pilas, como si hubiese llegado el Papa de Roma, Juanes o Carlos Vives. Las cámaras que lo esperaban con sus luces, se prendieron y enseguida empezó el ritual de los elogios y los aplausos. Era más que un artista. No tuve más remedio que escribir una crónica para describir aquel atropello contra la decencia y el decoro. No me alegra, pero si es bueno resaltar aquel inolvidable día, más aun cuando hoy el tipejo está detrás de las rejas.

Alfonso Hamburger

Celebro la Gaita por que es el principio de la música.

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