Confieso que al principio me caía mal sin conocerlo. Sobre todo porque Carlos Montenegro Ariña( qepd) llegó a Bajo Grande con la publicidad de que en San Juan Nepomuceno había un muchacho que tocaba más acordeón que Andrés Landero. Y para los San Jacinteros no había existido un juglar más grande que nuestro rey de la cumbia.
Carlos Montenegro, quien se había casado con Nacha, la hija del hombre más rico de San Jacinto, nuestro pariente Pepe Anillo, llegaba a Bajo Grande- donde vivía mi familia- en un Jeep azul llantas de balón, cargado de parranderos y se daba golpes en el pecho hablando de Julio Rojas. Para la época ya había un pique extraño entre “Mochos” y “Come micos” por pendejadas musicales y de linajes. Los primeros- mis paisanos- folcloristas consumados. Los segundos, nuestros vecinos, se decían cultos de la muisca, porque más que acariciar acordeones y gaitas, eran exquisitos guitarristas, pianistas y saxofonistas. No en balde, fue Juan Elías Diaz, san jaunero casado con mi prima Socorro Martínez, hermana de Elvia la mujer de Pepe Anillo, quien le dio las primeras ilusiones de coros y guitarras a nuestro Adolfo Pacheco. En medio de las enseñanzas compartidas había un celo pendejo porque unos borrachos se dieron muñeca después de una corraleja y hasta tiros hubo, en las calles de San Juan.
Uno niño, que escucha las conversaciones de los viejos y más si iba a ser periodista, captaba aquellas piquerías y montando guardia de peleador. Y el celo se incrementó aún más, cuando los San Juaneros, nuestros queridos vecinos, se inventaron un Festival Nacional de Acordeoneros para aclimatar la paz entre vallenatos y sabaneros, que presidia Julio Rojas al morir esta madrugada del lunes. Los San Jacinteros estábamos heridos por las derrotas de Andrés Landero en el festival de la Leyenda Vallenata de Valledupar. Éramos los máximos representantes y defensores de la cumbia en el mundo. Y para colmo, en el festival de San Juan Nepo, la excluyeron. Y para más colmo, Julio Rojas derrotó a nuestro Landero en aquel festival, que nosotros veíamos como si fuese un montaje, una alianza entre San Juaneros y Vallenatos, para fregarnos la paciencia. Hasta se inventaron una leyenda de Trino el Brujo para emular a los vallenatos. Solo compartíamos el porro de la vaca vieja, con el que el invento derroto a nuestro propio Diablo.
Todo ese ambiente de piquería había enrarecido el entorno de mi niñez, pero una vez conocí a Julio Cesar Rojas Buendía en los avatares del periodismo y de los festivales, se me quitó aquella picazón. Y más aún cuando supe que el dos veces rey vallenato no había nacido propiamente en San Juan, sino en San Agustín, un corregimiento muy cercano y querido por quienes habíamos nacido en Bajo Grande. Solo era coger unos burros y nos íbamos a San Agustín, en la orilla del Rio Magdalena, donde jugábamos fútbol en un campo colosal repleto de una arena que nos daba hasta los tobillos. Alli tuve la suerte de marcar el gol con el que derrotamos a La Caja Negra.
Pero más que de San Juan o San Agustín, Julio Cesar Rojas Buendía, era un músico universal. Siempre risueño, echador de cuentos y con un avispamiento propio del hombre libre, de ese que sabe de su valía, Rojas tenía la sonrisa de los niños traviesos. Parecía orgulloso, pero en realidad era un poco tímido, porque aquella sensación se acababa con el primer saludo. Era la postura propia de quien viene de abajo, del pueblo. Se fue a Valledupar, habló con el jalaito de ellos ( Si no te gustai podei devolvete), tocó como ellos y se los echó al bolsillo. Tuvieron que darle la corona que le negaron a Landero dos veces. Le pisaba los talones a Alfredo Gutiérrez.
Rojas se encargó de borrar las sospechas sobre un presunto pique sanjuanero contra los nuestros. Amaba a Landero. Decía que como éste no había dos. Y luego, se hermaneó con Adolfo Pacheco, grabando un CD supremo en homenaje a Los Montes de María. Adolfo se sentía seguro si quien lo acompañaba en el acordeón era Julio Rojas. Lo amaba. Parecían padre e hijo. En ninguna parte del mundo a Afolfo le fue tan bien en un baile que en San Juan. Siempre se le llenaron los toques. Y los quiso tanto que les regaló un hijo.
Los músicos nuestros tienen altos y bajos. Todos tenemos momentos malos, tanto en lo profesional como en la vida económica. Pero en Rojas Buendía todo era sencillez. Por eso, siguiendo la huella de Pacheco se hizo abogado. Cuando fui presidente del Festival Sabanero vino a acompañarme a Sincelejo y solo me pidió para la gasolina de su camioneta. Sus chistes con Enrique Díaz, son memorables. Alguna vez fueron a un festival en San Andrés, Islas. Julio salió a caminar en el malecón y se lo llevó de compañero para copiarle sus chistes. Díaz iba fatigado por la caminata, de modo que le sugirió:
– ¡Julio, la próxima vez que vengas a la Isla, tráete la camioneta!
Precisamente la última vez que lo vi fue en el sepelio de Enrique Díaz, estaba muy delgado por una operación a corazón abierto, donde acordamos una entrevista que quedó postergada para siempre.