MUJERES CARA DE TIGRE.
Por Alfonso Hamburger.
Nota. No sé que se hizo Don Carlos, el personaje de este cuento. Es probable que no haya superado la pandemia, pues ya debe superar los 95 años. Me lo hallaba todas las madrugadas, en las escalinatas de la catedral San Francisco Asís, de Sincelejo.
***
Tiene ochenta y tres años por delante y Don Carlos aún conquista. La mujer de cuerpo esplendido que camina en la madrugada embutida en una licra negra y ajustada, contoneándose por el parque, confundiéndose entre quienes hacen gimnasia, alza la mano para saludar. Inicialmente creía que era para mí el guiño de aquel saludo, pero don Carlos, que es el único sobreviviente de la tertulia mañanera (Camilo se ha ido ofuscado), se me adelanta y hace un gesto, medio tímido, medio risueño. La mujer, que puede ser su nieta, con ademanes coquetos, abandona el andén del parque y atraviesa la calzada, seguida por la mirada de Don Carlos, que lanza una expresión de confirmación.
- Es una mujer muy bonita, pero tiene la cara dañada- dice, sin dejar de mirarla-, alargando su mirada bajo el sombrero de vueltas falsificadas. Es un sombrero chino en la capital de los zenúes, todo un desafío.
- ¡Huy, Don Carlos, esa mujer lo miró con ojos de sexo!, le advierto.
- Claro, yo la “perequeaba” y me seguía, pero le cogí miedo.
- ¿Y eso, acaso usted es cobarde? Recuerde que hombre cobarde no conquista mujer bonita!
- Le cogí miedo porque su marido sabe cosas.
- ¿Quién es?
- El Mago Sultán, un brujo.
Con Don Carlos vale la pena conversar. Sabe un montón de historias de mujeres, como de esta que acaba de pasar, embutida en una licra negra que recoge y exalta su figura torneada en madera fina, como las dos viejas caras de tigre que hablan de espaldas y ésta, que estuvo a punto de ser suya, la que desaparece en la madrugada contorneándose en la brisa sueve.
Conoce a su marido. No tienen hijos. Es madrugadora y atiende ella misma su propio negocio en el Pasaje Comercial. Las dos mujeres cara de tigres que hablan de espalda, sentadas en las bancas colaterales de la catedral San Francisco de Asís, todos los días, salvo que llueva, hacen esa gracia. Se sientan a conversar bajito. Nadie las oye. Nadie sabe lo que hablan. Leen la biblia y luego entran a misa de seis. Hoy vino una sola, la más alta, está vestida de blanco. Se ha puesto de pies en este instante. Es más alta que en la apariencia de su espalda, sentada en la banca. Camina hacia el Centro del Parque. Es una hembra enigmática. Don Carlos la reconoce en su andar de yegua pasera. Se dirige a su trabajo. Es contadora pública. Allí ingresó de barrendera y fue ascendiendo. Cuida su puesto como gato bocarriba. No se le conocen hijos, ni marido ni aventuras. Ese tipo de mujeres asustan, pero son las más fáciles de conseguir. Él las llama las cara de tigres. Son enigmáticas y fogosas. Lo difícil es poder entrarles de una, porque parecen revestidas por una coraza militar. Pero si entras te atrapan. Son capaces de vestirte toda la vida si te dejas desvestir. Son solitarias y ardientes como el desierto de La Guajira. Alguna vez tuvo una. La primera vez que la tropezó, de maldad en un andén estrecho, ella le dio una bofetada dolorosa, pero supo que patada de yegua no mata caballo. Tuvo intenciones de devolverle la ofensa, pero aguantó. Entonces le aplicó la táctica del hielo. Dejó de hablarle cierto tiempo. Eso funciona. La mujer le gusta que la piropeen, que le digan cosas, algunas morbosidades elegantes, insinuaciones perversas. El día que la dejes de molestar se sienten raras y te miran. Así fue que aquella cara de tigre cayó. Era una penca de mujer. En la segunda vez que coincidieron la detuvo. Le reclamó por lo de la bofetada. Ibas a besarme, dijo ella. Nada, fue que me resbalé, respondió él, a sabiendas de que sí trató de besarla dejándose caer hacia ella, adrede. Cuando le agarró la mano ella temblaba. Allí él supo que estaba rendida. Resultó ser una tigresa en la cama. Duraron año y medio saliendo, pero él la abandonó, porque era casada. Supo engañarla todo ese tiempo, le decía que se la iba a llevar a vivir a Cartagena. Mentira. Alguna vez, ella le dijo que “mi marido como que está sospechando algo” y hasta allí llegaron las canoas. Fue un año y medio en los que Don Carlos no compró una sola muda de ropa. Ella lo vestía. Por eso conoce la estirpe de las mujeres cara de tigres.
Don Carlos explica que se trató de un accidente. Venía con su marido de otra ciudad y se accidentaron. El carro en que venía quedó como una caja de fósforos apachurrada con el zapato, pero sobrevivieron. El aún anda todo chueco, adivinándoles la vida a los más pobres. Y ella, que sabe que al viejo aún le funcionan sus ocho pulgadas sin necesidad de ayudas, siempre que pasa de mañana, le saluda con coquetería.
–¿Y de dónde sustrajo esa sabiduría, don Carlos?
–MI padre, que había nacido en Colosò, – cuenta– arreaba ganado por la trocha La Cristana a Medellín.
Siempre le siguió los pasos. Lo acompañaba a todas partes. No le perdía ni pie ni pisadas.
- Mijo, cuando huelas culo, me abandonarás, le decía su padre.
Y fue cierto, una vez probó mujer se volvió andariego. Ha recorrido todo el país y ha vivido 83 años sin ningún tipo de complejos. Una de las enseñanzas de su padre fue el poder de la sugestión. Él le contó, que en El Pozo de los Arrízales, donde la comunidad recogía el agua para los asuntos domésticos, se formaban muchas peleas. Era lo que ahora llaman en los colegios el matoneo. Antes eran peleas campales a puños y patadas. Por una mala mirada, por un desentendido, por simple sobradía, se formaban verdaderas muñequeras. Había que defender la dignidad y las honras familiares. En esas peleas se medía el poder de reacción de las familias. Muchas de ellas, iniciadas en el pozo público por los niños, terminaban en guerras campales entre adultos, como en San Antonio de Palmito, donde una pelea de niños que terminó con el enfrentamiento de los adultos. Uno de ellos despedazó al otro con su machete en presencia del Inspector de Policía, que los había citado a conciliar. En este caso, Don Carlos, recuerda que un niño mucho más grande y acuerpado, lo tenía acobardado. Le daba muñequeras limpias, hasta que un día su padre le dijo: “cuando te desafíe no le tengas miedo, toma estas yerbitas y la empuñas cuando le vayas a dar”. Así fue, apenas lo vio en la orilla de la laguna fue como si se encontrasen aquellos toros en celos en un camino real, que resoplan y rastrillan la manos delanteras en la tierra, levantando un polvorín del diablo. Fue inevitable la muñequera. Con la yerbita empuñada, Carlitos le dio una tunda al contendor.
- ¿Y Qué tenía la yerbita?
- Nada, era pura sugestión.
- Don Carlos, donde estes, un abrazo rompe costillas.