Hacia una cultura del disfrute (III)
La insular, una zona por explorar
Siempre se habla de cinco regiones inigualables en territorio sucreño, cada una de ellas con características propias, pero enlazadas por un sentimiento que va más allá de lo sabanero, que es el término para identificarnos como territorio. Sin embargo, existe una bella región insular, una sexta subregión, de mar de plata, a veces picado, de brisas y cocoteros, que nos invita a disfrutar la naturaleza, y cuando el mar está picado, sentir como la adrenalina nos prueba aquello de ser valientes.
Son un conjunto de islas exóticas, entre ellas la más densa poblada del mundo , El Islote, múcura, tintipán y muchas más, algunas pertenecientes aún al viejo departamento de Bolívar, pero tan cercanas a Sucre, que todos celebramos el desprendimiento de la rancia Cartagena, más volcada a un sentimiento cerrado, que motivó a la emancipación de Sucre. Sus gentes, aunque pisan territorio de Bolívar, se sienten sucreños. Y comercian en familia.
De mañana, las canoas y las lanchas con motores fuera de borda, se cabecean en el puerto de Santiago de Tolú. Ya algunos pescadores que madrugaron a tirar sus atarrayas han regresado y es entonces cuando llegan los turistas que quieren disfrutar de ese mar que se abre en el horizonte, nítido, plateado, mientras las aves hacen una silueta en el cielo dolorosamente azul. No es más que bajar unos peldaños y ocupar un puesto a esa aventura que se abre a nuestros ojos que a veces necesitan a los del vecino para capturar tanta belleza. Dios es grande, carajo.
Se recomienda, para quienes van a regresar, hacerlo antes de cinco de la tarde, porque después de cuatro el mar es picado y se pueden presentar problemas. Quienes se van a quedar en aquellos lugares llenos de arena blanca, cocoteros e instalaciones típicas para almorzar, deben estar prestos al regreso, que es también un disfrute, porque el sol en descolgada ofrece postales inigualables y en la medida que aparecen los rascacielos de Coveñas, el corazón se alivia.
La comida es buena y fresca y la atención del nativo es elemental y sincera, sin tantos protocolos. Una hamaca para la siesta o una partida de cartas o dominó mientras llega la lancha, son motivo para el disfrute de la tarde.

SUSTO.
Mi recomendación es quedarse en las islas y caminar por el Islote, un pueblo sin calles y sin cementerio, con patios comunes, lleno de niños y algunos ancianos longevos, en donde todo es colectivo y nada es de nadie. El ingenio de sus habitantes le ha ido ganando terreno al mar que golpea en sus costados. Los sepelios en canoa son un espectáculo, lo mismo que las celebraciones del día de la Virgen del Carmen.
PRECAUCIONES.
La última vez que estuve en las islas nos regresamos muy tarde. Un pasajero hizo atrasar la excursión. Era una lancha de doce pasajeros y entre ellos veníamos mis dos hijas adolescentes y la señora esposa. El mar estaba muy picado, con olas que alcanzaban a sobrepasar el alto de la máquina y una de ellas nos bañó de agua salada literalmente. Fueron momentos de angustia, casi interminables. El conductor de la lancha se reía, lo mismo que el ayudante, acostumbrados a aquellos agites. Son hombres curtidos de mar, acostumbrados a bracear contra la corriente.
No sé si ese es territorio de tiburones, pero veía mi cuerpo bellamente destazado por sus mandíbulas de hierro. En la excursión había mudez. Todos llevábamos una expresión apretada en el rostro y las manos agarradas, en son de oración. Yo pensaba que por mi mala cabeza me había llevado a caer tan lejos de mi patio. Todo malo es cobarde, pensaba para mis adentros. La adrenalina subía. Las oleadas no eran permanentes y pensaba en que cualquier momento la lancha se iba a voltear. Me figuraba la gente regada suspendida por los salvavidas.
El caos. Pero después de la tormenta vino la calma. A lo lejos se veían ya los primeros edificios de Coveñas. Vino el alivio, que no fue total sino hasta que posamos los pies en tierra. Había valido la pena la aventura. Y el susto fue tan grande, que se me olvidó el lugar dónde había dejado parqueado el auto, en un garaje familiar, en una calle de Tolú. Fue una hora larga de búsqueda, hasta que al fin, preguntando casa por casa, dimos con el auto y regresamos a Sincelejo.