Crónica y muchas fotos de San Pelayo.
Llegamos a San Pelayo este domingo de Julio, después de 30 años sin venir, en los que ha pasado de todo. Cereté se nos abre con el caño Bugre que nos guía, 8 kilómetros antes, con sus sembradíos de arroz y maíz, con ganado que pasta y yerba de la buena, a lado y lado. La tierra se nota fértil y la gente es fiestera. Un jeep emboca y baja raudo a la doble vía, que nos lleva al centro cercado con vallas de licores. Hay pesadumbre y guayabo. El festival del porro arrancó desde el miércoles y a esta hora la gente se rinde ante el guayabo. Hay gente que aun duerme en las hamacas casi al aire libre, cantineros, fonderos, llaneras de carne asada. Huele a fiesta. Huele a comida. Tenemos que devolvernos, porque a las nueve está programada una audiencia privada con las bandas, en el complejo cultural internacional María Varilla. El nombre me suena pomposo y me hace recordar al colegio Lacides C. Versal, del que se burlaba David Sánchez Juliao, pero nos damos con las narices. Devolviéndonos para Cereté bordeando el caño, está la construcción, inaugurada apenas en el 2015, majestuosa, con parqueaderos, tarima, debajo de la tarima aulas amplias, baterías sanitarias, una tienda y al lado una edificación de cuatro pisos. En el último piso el auditorio.
Fabio Santos, director de la Banda Juvenil de Chochó, nos gana en publicidad. Todos lo conocen. Lo abrazan. Llegan los músicos a granel, en motos, a pie, en automóviles. La mayoría no necesitan decir que lo son, llevan sus instrumentos y ríen. Están en su ambiente. Es el evento que los convoca anualmente. Al menos han dejado encendidos los fogones, porque aunque el ajetreo es frenético, los anticipos parecen buenos. La mayoría están uniformados, con pintas que van entre rojos intensos y verdes esperanza. Algunos tienen cortes de pelo modernos y aritos.
La audición comienza a las once, casi dos horas después de lo previsto, y el auditorio está lleno. Traen más sillas que instalan en los pasillos y empieza la fiesta. El sonido, como todo sonido de pueblo, falla, pero al fin podemos degustar los porros que traen las bandas. Hay de todos los gustos y sabores. Las bandas han preparado durante todo un año un amplio repertorio para traerlo a San Pelayo. Así como hablan soplan sus vientos. Hay cachacos pulidos, hay mujeres que cantan y bailan, hay belleza y calor.
No me aventuro a calificar los cambios o cuales son orquestados, porque no me vendría bien. Todos suenan bonito, pero las bandas tradicionales lo hacen mejor, le facilitan el trabajo al jurado. No me hubiese gustado ser uno de ellos, porque no es fácil la tarea. La presencia del maestro Mañungo, vestido con pantalón negro, camisa azul turquí y su boina vasca, parado en zapatos bien pulidos con cordones, le da un especial sabor a la escena. El dirige con una facilidad asombrosa, mientras baila. Los de Baranoa, son otra cosa, mucha escenografía y pinta carnavalera, mientras la San José de Toluviejo es tradición.
Oswaldo Vergara se deleita en lo suyo. De allí fuimos al almuerzo en una llanera y después a la plaza, a husmear la tradición, a ver la cara de la gente, sus pintas, sus expectativas. En el parque suena la banda Tradición Pelayera y la de La Madera, que nos deleita con el porro Marina Reyes, un porro paseo ganador del primer festival.
Entonces nos fuimos al rio, de donde parte el desfile de las aguateras, con mucho calor. La gente apostada a lado y lado espera escuchando vallenatos y champeta, apertrechada con agua y licor, en las aceras, balcones, árboles o enramadas. Y no les describo más porque las fotos hablan por si solas.