ADRIANO SALAS: EL POETA DEL VALLENATO
Por Ariel Castillo Mier**
I OTRO JUGLAR EN SU PATIO
Hace siete años Alberto Salcedo Ramos y Jorge García Usta reunieron sus reportajes con músicos populares costeños bajo el título mágico de Diez juglares en su patio. Su lectura fue una revelación. En su edición humilde, el libro iba mucho más allá de lo que anunciaba su apariencia. Escrito de manera magistral, con un dominio tal de la palabra que ésta transgredía los límites de la comunicación hasta alcanzar las altas cumbres del símbolo y de la poesía, el texto era a la vez novela y lírica elegíaca, cantar de gesta y poesía bucólica, argumento para cine, nuevo periodismo e historia de la cultura popular.
Los capítulos de ese libro con facilidad se hubieran podido multiplicar con la inclusión de otros personajes clave en la historia de la música del Caribe colombiano, músicos también de primer nivel, que siguen brillando por su abultada ausencia, como Luis Enrique Martínez, Abel Antonio Villa, Adriano Salas, Calixto Ochoa, Eliseo Herrera, Pacho Rada Batista, Alfredo Gutiérrez, Aníbal Velázquez, Lorenzo Morales, Emiliano Zuleta Baquero, César Castro, Enrique Díaz, Adolfo Echeverría, Esthercita Forero, Adolfo Pacheco, etc. Pero los autores eligieron diez.
Sin embargo, para sorpresa del lector, la segunda edición, de diez reportajes pasó a once, con la inclusión de un texto que desentonaba, no por un descenso en la calidad verbal del autor, sino por la actitud del personaje entrevistado, el otrora brillante y ocurrente conversador Rafael Escalona, en ese ahora ebrio de soberbia, vuelto un chevrolito de altivez, un arcoiris solemne o pavorreal opaco, con los remilgos del artista que se cree sentado en el Olimpo a la diestra de Zeus tronitonante y a la siniestra de Alfonso López Michelsen.
Después de la segunda edición, tal parece que Alberto Salcedo ha preferido orientar su creatividad hacia otros sistemas de signos y otras voces y otros ámbitos menos musicales, mucho más citadinos, mientras que Jorge García, al margen de su trabajo poético, ha persistido en la labor de rescate del olvido de esos viejos patriarcas de la cultura popular hasta el punto de que no se descarta, a corto plazo, la aparición de un nuevo libro que recoja sus más recientes reportajes con Abel Antonio Villa, Luis Enrique Martínez y Adriano Salas, acompañados de otros, aún sin realizar.
II HISTORIA TRAGICA DE LA MUSICA POPULAR
En apariencia autónomos, los reportajes dialogaban con intensidad en su interior, a partir de una serie de vínculos evidentes: además de tratarse de historias de artistas locales en la cotidianeidad de las chancletas de plástico o las abarcas de cuero, todos se situaban en el patio, ese ámbito costeño donde se construye una identidad, espacio por excelencia de la comunicación franca y sin remilgos ni trampas. Asimismo los reportajes apuntaban a la revelación de la otra cara del artista, la que ocultan las luces artificiales del escenario y los aparatos de amplificación, y el estorbo invisible de los aduladores de turno: la cara de la desgracia, el árido rostro de la derrota diaria, la minuciosa miseria en que se convierte, en nuestra tierra y fuera de ella, la vocación del artista auténtico.
Casi todas las historias -con la excepción de dos relativos triunfadores -Alejo Durán y José Barros-, culminaban con una imagen que podría añadirse a la Historia trágica de la literatura de Walter Muschg: el hombre solitario, enfermo, en la miseria económica, próximo al barro, a la abyección, pese a sus interminables esfuerzos por trascender la condición humana. Solo que aquí se trata de la historia trágica de la música popular costeña: el suicidio con cables de Clímaco Sarmiento, la noche sin memoria del decimero Cico Barón, la propiedad de las canciones usurpada a Tobías Enrique Pumarejo, el desencanto final de Toño Fernández que lo llevó a aborrecer la música, a no querer saber más de ella. Un capítulo clave de esa un tanto secreta historia universal de la miseria final de los músicos famosos hubiera podido ser la correspondiente a la trayectoria vital de Adriano Salas.
III ACLARACION NO PEDIDA
Mi relación con el vallenato es ante todo literaria: me gustan las canciones principalmente por la letra. No nací en las regiones que lo cultivan y carezco de la menor cultura musical. Los que saben de música han intentado explicarme incluso la pobreza musical de este aire costeño debido a las limitaciones de su instrumento central, el acordeón. En ese terreno no tengo argumentos para discutir. No obstante, muchos de estos músicos y musicólogos, cuando he tenido la oportunidad de hacerles escuchar una pieza de Adriano Salas, coinciden en el reconocimiento de una especial melodía -explicable tal vez por el conocimiento de la guitarra-, reveladora de grandes dotes musicales.
Mi admiración, mi aprecio por el vallenato surgió cuando cursaba primero bachillerato en el Liceo Moderno del Norte, un colegio, en ese entonces, recién fundado, cuyos alumnos, en su mayoría, eran nativos de pueblos de nombres resonantes situados en el camino real del vallenato: Plato, Real del Obispo, Bálsamo, Heredia, Punta de Piedra, Pivijay, la ciénaga de Zapayán. Al regresar de las vacaciones, todos se ponían a recordar las fiestas, los conjuntos que habían tocado, las piezas de moda, las historias de amor nacidas a su sombra, las anécdotas de los músicos. Y tarareaban las letras, y las letras eran para mí el viaje, la inmersión en un mundo desconocido, pero sugerente, de una inminente plenitud. Recuerdo que en una ocasión, con la música de “Joselina Daza” de Alejandro Durán, pero con letra mía, le compuse, y hasta le canté en la clase de español con el profesor Enoch Márquez, una canción vallenata a Guillermina Sánchez, una compañera de estudios de ojos gachos, oníricos, que caminaba como quien danza impulsándose en la punta de los pies, protagonista de varias romances de novela en su pueblo y de quien los alumnos y algunos profesores estábamos enamorados.
La lectura posterior de Cien años de soledad contribuiría a consolidar mi admiración, mi apego a ese universo de valores culturales ligado al campo costeño: un orbe pastoril engalanado por la galantería amorosa, una épica ecuestre enraizada en lo cotidiano, la irreverencia frente a lo establecido, cierto hedonismo sin disimulos. Pronto empecé a ver en el vallenato una forma de escritura, ya imposible en los dominios estrictos de la lúcida literatura moderna: la supervivencia de una poesía fundamentalmente ingenua y sentimental (aunque no siempre), que pone el énfasis en la función expresiva del lenguaje. Fenómeno, casi imposible en la poesía moderna, tan consciente de las posibilidades y limitaciones del reino de las palabras, el vallenato consigue la creación de un universo verbal que además de cumplir con la función poética, comunica emociones, sentimientos, ideas claramente comprensibles para la gran mayoría de sus destinatarios, y contribuye a la satisfacción de esa necesidad de pertenencia a una comunidad que facilita o hace mucho más grata la vida de los hombres.
IV LA HISTORIA DETRÁS DE ESTA HISTORIA
Desde cuando escuché “Islas Canarias” y “Avión de nieve” en la versión de Luis Enrique Martínez, “Cerro verde” en la interpretación de Calixto Ochoa, “Luz Marina” y “El cóndor sin plumas” por Andrés Landero, y las grabaciones de Pedro García y sus Cañaguateros (“Trébol legendario”, “Princesa encantada”, “Cofre de perlas”), me llamó la atención el carácter singular de las composiciones de Adriano Salas frente a los otros compositores del vallenato: la cuidadosa elaboración verbal, el manejo de un cultivado mundo de referencias que sugerían un mínimo contacto formativo con la poesía escrita en lengua española de finales del siglo pasado y comienzos del presente.
De la admiración por sus canciones, de la inquietud que en torno a su formación me deparaban las letras, surgió la idea, la necesidad de conocerlo, de matar el misterio. Desde el principio me intrigó saber quién era Adriano Salas y cuál su formación, quizá por ese atávico temor al misterio y la consecuente voluntad de dominarlo o amansarlo que nos conduce a buscarle una explicación racional a todo, un tranquilizador origen o causa visible.
Nunca había leído un reportaje, nunca había visto una foto ni había conocido a nadie que hubiese tratado personalmente a Adriano Salas. Y, entre tanto, había ido conociendo otras canciones que agigantaban el enigma en torno a ese raro compositor de vallenatos que hablaba de la ninfa Eco, Cupido, la quimera y las sirenas, hadas y centauros y princesas y corceles, el buril de los ojos y la risa de las cascadas, ángeles con figura de mujer y querubines, el Polo Norte, el Nilo y el Paraná, las Islas Canarias, Saturno y Marte, ruiseñores y alondras, arboledas, césped y frondas, sauces y olivos, la estratosfera y la atmósfera, liras y preludios, gemas y néctar, confines y alboradas.
Entonces fue cuando, por intermedio del doctor Hernando Borja, gran coleccionista de música del Caribe, conocí al médico Antonio Hazbún, quien había tratado a Salas durante su año rural por El Copey, y hasta me regaló una cassette de una parranda en la que Salas cantaba y se acompañaba con su guitarra. El doctor Hasbún me contó que Adriano Salas era ciego y había perdido las dos piernas.
Años después salió en la portada del suplemento literario El Solar una foto de Adriano Salas, en una sala cartagenera, con una gorra de beisbolista, sentado en una silla, guitarra en mano, al fondo una nevera y el rostro barbado y perdido hacia el cielo de una litografía de El Sagrado Corazón. En el interior venía una crónica de Jorge García Usta cuyo texto, pleno de informaciones, me confirmaba la intuición inicial en torno al carácter singular de las composiciones de Adriano: “Salas es un miembro de la vieja escuela de los músicos populares costeños: formado entre la tradición oral –que le presta una palabra ocurrente y agraria- y el modelo romántico que le entrega un vocabulario preciso y ensoñador”.
Y en una exposición pictórica de Jorge Serrano, pintor de acordeoneros viejos y medio tristes, el poeta Miguel Iriarte me habló del número de la revista Vía Cuarenta que estaba preparando, dedicado en su integridad a la música. Le hablé de mi viejo proyecto de escribir acerca de las canciones de Adriano Salas y mayúscula fue la sorpresa cuando me dijo que le interesaba el trabajo, porque en el número faltaba la representación del vallenato y, lo más importante, que Adriano vivía en Sincé (tierra natal del poeta Miguel), con su tío David Iriarte, un músico tullido por la artritis degenerativa, abandonado de su familia, pero cuidado por el cariño y la compasión de una negra grande de nombre María, y que podíamos ir a visitarlo. Y fuimos.
V UNA LECCION DE RIGOR.
A sus sesenta y ocho años, el número de las canciones de Adriano, tras cuarenta años de producción, no llega a cincuenta y cinco, lo que, sin duda, constituye una lección de rigor y de respeto por la dignidad del oficio. El rigor de Salas se extiende incluso a los temas y motivos de sus cantos que se concentran, como la mayoría de las canciones vallenatas, en torno a tres ejes principales: el amor, la naturaleza y el entorno sociocultural. En ese orden, en el caso de Adriano, quien es, ante todo, un lírico. Lo que cambia de un compositor a otro es el énfasis puesto en cada uno de estos ejes temáticos: de allí surge la singularidad de cada uno. En Leandro Díaz y Lorenzo Morales es fundamental la naturaleza; en el viejo Emiliano, Escalona, Calixto Ochoa y Adolfo Pacheco, las circunstancias; y en Tobías Enrique y Freddy Molina, el amor y sus variantes.
Adriano Antonio Salas Manjarrés es uno de los muy pocos compositores vallenatos a los que se les puede identificar con certeza sólo con escuchar uno o dos versos de sus canciones. Pese a no haber sido incluido por Daniel Samper Pizano en la polémica, pero necesaria y oportuna selección centenaria de canciones vallenatas, tiene garantizado, por sus méritos, un puesto y un nombre en la ganga historial de la gloria póstuma. Sus canciones, por fortuna, han sido grabadas por los grandes intérpretes del acordeón y cantadas por los mejores cantantes desde Luis Enrique Martínez hasta los hermanos Zuleta, pasando por Abel Antonio Villa, Alejo Durán, Andrés Landero, Calixto Ochoa, Enrique Díaz, Julio de la Ossa, Miguel López, Pedro García, Alfredo Gutiérrez y Lisandro Meza, entre otros.
Nacido en la tierra de “Los Mochacabezas”, San Pedro, (Sucre), hace sesenta y ocho años, después de múltiples periplos por diversas zonas de la costa caribe colombiana que van de El Difícil a El Copey, pasando por Cartagena y San Diego, entre otros pueblos, se recogió en Sincé, aprovechando el aprecio de las amistades con las que allí cuenta.
En Sincé lo encontramos, frente al hospital, en una casa blanca de esquina que es un sitio múltiple: droguería, fonda, asilo. Sentado en su eterna hamaca, solitario, viudo, lejos de la avidez y el egoísmo de sus hijos, ajeno a honores, amputadas las dos piernas hace más de treinta años, acompañado de su guitarra desafinada, de una pequeña radiograbadora y del afecto de sus amigos -el también músico de estirpe e inquilino de la desgracia-, David Iriarte, artrítico y abandonado, y José Pineda, chofer de camión quien, sentado en la vetusta silla de ruedas de Adriano, le transcribe las canciones.
Ni siquiera conserva copias de su música: “Una negra se enamoró de mí y después del cassette en que tenía mis canciones y se lo llevó”. Al verlo así, emparapetado tras sus gafas sombrías de invidente, en la movilidad aparente de la hamaca, bajo un palio de flores y de jaulas de pájaros, con la lengua empelotada y la memoria descompuesta, al parecer por una isquemia cerebral, uno se acuerda de la frase brutal del joven Nietzsche, según la cual “la vida de los grandes hombres es un continuo maltrato de animales”. Y uno esperaría encontrarse con un ciego amargado, con una bilis ambulante, como un decimero sordo que conocí en Soplaviento, Pello Utria, quien, por la misma sordera, se volvió huraño y cascarrabias. Pero lo de Adriano es distinto y digno de destacarse, porque encontrarse con un personaje -para cualquiera- sumido en la definitiva desgracia, que persiste en la adopción de una actitud risueña ante la sórdida realidad, con el carácter afable y el buen humor a flor de piel, a flor de labios, afrontando la conversación con la chispa mental activa, como un lúcido juego de esgrima espiritual, positivo frente al viaje accidentado de la existencia, lo reconcilia a uno con la vida.
Porque dialogar con Adriano Salas es como ser invitado y entrar a un banquete con las palabras. Adriano, como los buenos poetas, no es más ni menos que un individuo enamorado de los vocablos, que juega con ellos como los niños de antes con sus caballitos de palo y los de hoy, con sus monstruos metálicos y sus maquinitas computarizadas. Conversar con Adriano es asistir a un interminable, pero placentero ejercicio del ingenio, del humor. Como esos combatientes de las películas chinas que salen haciendo malabares con los chacos, con ágiles saltos y veloces movimientos de las manos, los brazos y los pies, vueltos vivas armas mortales, así entra Adriano en la charla: sólo que el arsenal de Salas lo constituyen sus pacíficas armas verbales y vitales de poeta, mucho más poeta que muchos de los que se autoproclaman “yo poeta” y le sacan réditos y préstamos a los organismos del Estado para financiar antologías en las que, como dueños del balón, se incluyen, con foto y todo, y andan así, de coctel en coctel, de sancocho en sancocho y de taller en taller, local o nacional, o detrás de corbatas oficiales largamente líricas o atacando por escrito a los autores reconocidos para darse a conocer, así sea mediante la infamia de la maledicencia. Pero en Adriano el don verbal está al servicio de nada, pues cada mes le llegan regalías de Sayco por la descomunal suma de cuarenta mil pesos que para qué sirven.
Al cabo de un rato de haber comenzado la visita, nos pidió que saliéramos del patio porque “yo soy marica viejo y nunca he podido orinar delante de otro hombre”. Al regresar, supimos que una jarrita de plástico que tenía a un lado de la hamaca era su pato y vimos cómo, exactamente por debajo de la hamaca, se deslizaba discreto, un lento desagüe por el que corría el agua enjabonada de la batea y en el que vierte Adriano sus orines y sus salivazos de ron.
VI TRAZOS AUTOBIOGRAFICOS
Como los primeros letristas del vallenato, Adriano Salas tiende a insertar su nombre en las canciones, lo que, por supuesto, no ha sido suficiente para impedir que Abel Antonio Villa, como ha hecho con casi todos los compositores de su época, se halla apropiado de “Indio guajiro”, cambiándole el nombre por el de “Tere en la Villa”. Muchas de las canciones de Adriano Salas (“Avión de nieve”, “Polo Norte”, “La experiencia”, “Me tiene secreto” (“Indio guajiro”), “Tragedia del destino”, “Sueño español” (“Islas Canarias”) aparecen como de Luis Enrique Martínez, quizá por evitar los trámites burocráticos que suponía el registro de la autoría (cuyos costos ninguna de las incipientes casas disqueras estaba dispuesta o en condiciones de subvencionar), pero el “Pollo vallenato” no solo respetaba la automención del autor, sino que acompañaba la interpretación con un saludo al compositor mediante el cual eliminaba toda duda o suspicacia. Gracias a Luis Enrique Martínez, Adriano Salas se dio a conocer en el mapa musical del vallenato.
Los cantos de Adriano Salas, centrados fundamentalmente en el yo y sus deseos, sentimientos, saberes y acciones, valores, actitudes y visión del mundo, van trazando un perfil biográfico que abarca desde el lugar de su nacimiento y su procedencia social, pasando por sus numerosos desplazamientos juveniles (plenos de parrandas multitudinarias y de amores desgraciados), hasta llegar a la inmovilidad física y sin amor de sus últimos años en los que “ya no llega el alegre picaflor /al marchito jardín del alma mía (“Se acabó mi alegría”), y los únicos viajes posibles, aunque un tanto accidentados, rotos, han sido los de la memoria en las alas infieles e infernales del alcohol.
Nos enteramos, por ejemplo, de su salida de “San Pedro Sucre tierra donde nací yo” (“La gira”), de su permanencia “en Varas Blancas, el Molino, el Tupe y el Valle” y de sus viajes “en avión a Manaure y en un jeep a Urumita” (“La recorrida”), de su trabajo como cajonero en la finca “Los Llanos” de Julio Sierra y de su debilidad por la parranda (“Panorama”). Nos enteramos de los sitios por donde anduvo: el Pensil de Urumita, el Cerro Pintado de Villanueva, el Cerro Peralonso, la Nevada, la Sierra, las aguas del Sinú, la amurallada Cartagena, San Juan, Fonseca, Barrancas, La Paz, San Diego, Manaure, Badillo, El Ramal, Astrea, El Difícil, Fundación, la región samaria, la tierra copeyana, Bogotá, el mar de las Antillas. Nos enteramos de sus amigos y músicos admirados: Leandro Díaz, Armando Zabaleta, Julio Suárez, Lorenzo Morales, Mile Zuleta, Julio Fontalvo, Pedro García, Esteban Salas, Poncho y Emiliano Zuleta, Enrique Martínez, Esteban Montaño y Julio Vásquez. Nos enteramos de las fincas en las que trabajó o parrandeaba: “Los Llanos”, “El Líbano”, “Polo Norte”, “El Otoño”, “El Guáimaro”, “El Piñón”, “Bolivia”. Nos enteramos del ambiente rural y festivo y supersticioso en el que se ha movido con sus pura sangre y sus toros bravos, sus corralejas y sus casetas, sus indios curanderos y sus jeeps, sus ilang ilang, sus cafetales rojizos y el susurro de sus palmas africanas.
Nos enteramos, sobre todo, de las mujeres hermosas que conoció, de sus romances terminados en el fracaso, de sus estrategias de seducción “si me desprecias entonces más mi corazón te nombra” (“Mujer querida”), del resultado de sus reflexiones en torno al amor, “si el beso es el confín de una caricia/ sonrisa es el ademán del alma” (“Cofre de perlas”) y de su sabiduría de amante curtido en las lides amorosas:
Pedacito de cielo, yo ya estoy entrado en años,
pero tengo experiencias en cuestiones del amor.
Yo te voy a enseñar a evadir un desengaño
y a que te obedezca sin chantaje el corazón
Conmigo aprenderás con el correr de los años
a cultivar cariño sin mentira y sin traición
(“Mi reina”)
La voz que habla en sus canciones corresponde a la de un eterno enamorado a quien la ceguera no le impide persistir en el trato y la contemplación de la belleza: en “Cuatro gemas valiosas”, por ejemplo, describe a cuatro hermanas a quienes “con los ojos del alma las he podido observar”. El estado anímico más constante en sus canciones es, tal vez, la añoranza: “Hoy que está padeciendo Salas Manjarrés/ añorando el recuerdo de aquella mujer (“Indio guajiro), “añorando el recuerdo vivo yo” (“Cerro verde”). Practicante del buen amor, uno de los rasgos del hablante de sus canciones de despecho es la discreción:
Los años que yo viví con ella
fueron de amargura y de dolor
Por andarle siguiendo sus huellas
y haciendo sufrir mi corazón
Solamente me queda el recuerdo
de las amarguras que pasé
Con la esperanza que el mundo es bien grande
y que pueda encontrarme otro querer
Ella dice por doquiera que anda
que yo ando llorando es por su amor
pero yo después de mi guitarra
a más nadie le cuento mi dolor
(“La experiencia”)
Entre sus mejores composiciones figura la que le grabó, con algunas dificultades y torpezas, Andrés Landero, “El cóndor sin plumas”, canción cuyo léxico y construcciones sintácticas rebasaban el equipaje lingüístico del sanjacintero, quien no solo cambió el verbo conjugado por el infinitivo (en Landero, se oye “trepidar mi cuerpo”, en vez de “trepida mi cuerpo”), sino que también le suprime una estrofa. El canto muestra esa capacidad propia de los poetas, según Keats, de identificarse hasta el mimetismo con el entorno, ser por un momento el objeto contemplado y, luego, tomar distancia y hacer del objeto un correlato de su emoción, de su sentimiento. El hablante es aquí cóndor (como Santos Chocano y Martínez Mutis) de plumaje arruinado, árbol viejo sin fronda (como Barba Jacob) y náufrago en mar de amargura:
Yo soy el cóndor sin plumas que vive solo en la serranía
trepida mi cuerpo helado sin esperanza de abrigo
soy árbol viejo sin fronda ya se ha perdido la savia mía
tan solo queda el recuerdo de lo que hicieron conmigo
Hoy las roncas tempestades con voz de trueno me abruman
soy el náufrago que llora dentro de un mar de amargura
Tú dejaste en mi alma un lampo azul de centella,
En cambio, yo fui juguete del oleaje y la espuma.
VII UN GRAN MOTIVO AUSENTE Y DEFINITORIO, UNA EMOCION IGNORADA
Lo que nunca encontramos en las composiciones de Adriano Salas -el gran tema ausente- es la pelea y, en consecuencia, la emoción ignorada por este lírico casi puro es la ira. Tal parece que nunca se resintió ni peleó con sus amigos ni insultó a nadie con tragos ni le produjo envidia el elogio a sus colegas ni los mandó al carajo ni se le dio por entrar en piqueria con otros compositores o con sus inevitables maestros, tal vez porque consciente de la brevedad de nuestro paso por la vida, comprendió que ésta no está para dilapidarla en semejantes majaderías tediosas y, por el contrario, lo que habría que hacer, para evitar la vejez precoz o el marchitamiento prematuro, es aprovechar el tiempo y gozar y crear, como lo plantea en un merengue cuyo título es un sencillo oxímoron, “Rico pobre”. Este canto condensa la visión del mundo del costeño, sus ideales de vida ligados al goce, al placer, su mirada sin angustias frente a la muerte y las riquezas y su afirmación vitalista de la parranda:
Como yo sé que esta vida se acaba y que no viene otra
como veo que va el tiempo avanzando la quiero gozar
y si me dicen que soy un borracho eso a mí qué me importa
con mi guitarra sonando y cantando lo mismo me da
Es que la vida es un fandango
y yo sé que me tengo que morir
yo me la paso cantando
no ves que llorando nací
Conozco ricos que tienen potrero y bastante ganado
una cuenta corriente en el banco y no saben gozar
el día que mueren se les ve en el rostro el guayabo pintado
y aquel que anda pendiente en la herencia lo viene a enterrar
Por eso Tobías Pumarejo
y mi compadre Luis Joaquín
tomando cerveza y ron viejo
pasan la vida feliz
sacando muchachas y bebiendo
gozan de su porvenir
Yo me divierto cuando me enamoro y me tomo mis tragos
y es un motivo para distraerme y cambiar de vivir
como la vida se acaba primero por eso he tratado
de soportar con el trago las penas y dejar de sufrir
Disfruto con las mujeres
para poder olvidar
y no se puede negar
de que ellas son las que pueden
VIII FRAGMENTOS DE UN DISCURSO AMOROSO.
No faltamos a la verdad si afirmamos que lo dominante en Salas es la vena erótica. Sus composiciones más difundidas -“Selva dormida”, “Ninfa del Palmar”, “Mujer de la sabana”, “Falsas promesas”, “Indio guajiro”, “Luz Marina”, “Cerro verde”, “Cofre de perlas”, “Mujer querida” y “El trébol legendario”- constituyen variantes de la experiencia amatoria: la declaración, la queja, el elogio de la amada, la tragedia del desprecio, la amargura por el mal pago de las mujeres que “se valen de la ocasión”, las falsas promesas, la pérdida del amor, la depresión por la muerte de la esposa.
Entre todos estos motivos, hay uno que se reitera con gran frecuencia y que, no solo forma parte del discurso amoroso -la ofrenda seductora, el regalo conquistador-, sino que nos revela uno de las tensiones que moldean la producción de Adriano Salas: su afán por emular la obra de Rafael Escalona.
IX EL REGALITO O LA ANGUSTIA DE LAS INFLUENCIAS
Uno de los recuerdos que acompaña siempre y llena de felicidad a Adriano Salas es una carta que le escribió Rafael Escalona en la que “no me baja de maestro”. Pero sus hijos se la rompieron. Hay una relación muy fuerte entre la producción de Adriano Salas y la obra de su maestro de Patillal. En él se verifica el moderno drama de la angustia de las influencias: el lío en que se convierte la creación para el artista en una época en la que domina un creador fuerte, fuera de serie, como les ocurre a los narradores colombianos con García Márquez o a los poetas con Alvaro Mutis. Se trata del discípulo que desea quitarse de encima a su maestro para lo cual recurre a la exageración- la utilización hasta el extremo del desgaste de un recurso o motivo que le llamó la atención- o la parodia irreverente, profanadora.
Da la impresión de que algunas composiciones tempranas de Escalona no solo estimularon el impulso creador de Salas, sino que al mismo tiempo, y en forma paradójica, se constituyeron en un obstáculo, una suerte de callejón sin salida, de muro alto que paralizaba la producción. Pienso en “El Chevrolito” (1946), “El medallón” o “Cofre de perlas” (1949), “Ada Luz” o “La casa en el aire” (1952) y “El manantial” (1953). En esas composiciones desarrolla Escalona dos motivos, el regalito y el gran invento, que produjeron un impacto muy fuerte en la memoria de Adriano, del cual nunca pudo reponerse. De esa manera, varias de sus mejores canciones constituyen evidentes homenajes y sutiles profanaciones del modelo.
Alusión directa a “La casa en el aire” y a “El Manantial”, el canto “Avión de nieve” responde al anuncio hecho por Escalona de construirle a Ada luz, su hija mayor, una casa en el aire para que nadie pudiera visitarla, si acaso los aviadores, y para Rosa María, su otra hija, hacer que de lo más alto de una serranía brotara un manantial donde pudiera bañarse cuando tuviera calor. En clara respuesta al reto de Escalona, Salas se inventa entonces una tromba marina para llegar hasta la mansión aérea de Ada Luz:
Yo voy a hacer una tromba marina
pa volar en ella y bajar en el mar
voy a hacerla de las nubes blancas
de la cordillera de Valledupar
Porque Ada Luz se va pa las nubes
y sin ser aviador la voy a visitar
Cuando Ada Luz viva en las nubes
donde Escalona la piensa llevar
yo voy a hacerle una visita
y en mi avión de nieve yo la llevo al mar
como el avión baja en el agua
pronto llegaremos hasta el manantial
En “Sueño andino”, Adriano le promete a Paola Oliver construirle una quinta en la parte más alta de los Andes donde solo pueda ir a verla el cóndor andino y el propio compositor con su vieja guitarra. En “Polo Norte”, dedicada a una “muchacha bonita, que tiene unos lindos ojos” que mantienen iluminada la finca de la familia de Abraham Batista, para visitarla, Adriano Salas se va “a inventar un puente volador/ porque voy a visitar el “Polo Norte”. En “El chevrolito” inicia Escalona la explotación de un motivo que se reitera hasta sus últimas composiciones: el motivo de la ofrenda, del regalito a la mujer apreciada o amada: “De allá de la Guajira te traeré/ Las perlas más hermosas para ti”. El tópico presenta, a veces, alguna variación. No necesariamente se orienta hacia una conquista amorosa. En “La vieja Sara” es un truco para hacer las paces con la madre de un amigo de juergas: “También le traigo su regalito/ de un corte blanco con su collar). El recurso alcanza su apoteosis en “Collar de perlas”, también conocido como “El medallón”:
Rodeada de orquídeas en Medellín
La quinta del doctor Ospina Pérez
Yo te la regalo si tú la quieres
Para que los dos la vamo´ a vivir
Te doy una casa de siete pisos
Y de la Avianca el mejor avión
Y como yo tengo el pabellón
Yo te lo regalo pa tu edificio
De la Guajira te voa traé
El más bonito colar de perlas
Para que le dé envidia a las estrellas
Cuando de noche salgas con él
De Cartagena te traía yo
El medallón que usaba un pirata
Y Blas de Lezo me lo quitó
Para regalárselo a su muchacha
(“El medallón”)
En “El pirata ”, una de sus canciones más famosas, vuelve a emplearlo de una manera bastante imaginativa: “Como el 9 de septiembre cumples años/ Yo quisiera regalarte muchas cosas/ Al cielo, le voy a pedir la nube más hermosa/ Pa ponértela en tus manos”. Y, años después, en “Dina Luz”, casi se le va la mano con un regalo criminal: “Te traje pirañas de bellos colores/ Que en el Amazonas a la gente se comen”.
Este tópico es otro de los puntos de contacto entre la producción de Adriano Salas y la de Rafael Escalona. Tal parece, como ocurre con todo gran creador, que Salas quisiera competir de tú a tú con su modelo, no dejarse acomplejar por su fama y dialogar, desarrollando a su modo, y hasta el extremo, la manera que singulariza las letras del sobrino del obispo. Adriano no quiere quedarse atrás y entonces, en “Avión de nieve”, a la propia Ada Luz, la de la casa en el aire, le ofrece algo similar a lo que Escalona le había prometido a la mujer de “El chevrolito”, pero le agrega algunos elementos que no posee la zona del Cesar y sí las sabanas sucreñas, tierra natal de Salas:
Cuando del todo esté en el aire
y ya no se acuerde de Valledupar
iré a llevarle un collarcito
de perlas finas del fondo del mar
Lo adornaré con cantos de sirena
susurros de palma y ritmo del mar
pa que te olvides de las ilusiones
que forjó Escalona en Valledupar.
Y como Adriano Salas es de Bolívar
al Golfo de Morrosquillo la voy a llevar
En “El lunarcito”, para diferenciarse, Salas apela de nuevo al entorno regional de la sabana: “vuelvo muy pronto para hacerle un regalito/ estoy pensando actualmente en el galán de Baraya/ ese que canta en la playa y el pisingo mojanero/ o sea un canario amarillo de ésta mi tierra sinceana/ o le llevo en una jaula / el sinsonte sabanero”. Pero en “El Otoño”, en un canto que le compone a la hija de Tobías Enrique Pumarejo, Adriano busca acceder a ciertos niveles de imaginación refinada con pretensiones de exquisitez: “Voy a coger el alba con encajes de cielo/y el rojizo horizonte del más bello atardecer/ para ti Margarita Rosa Pumarejo. Y en “Luz Marina” le añade un tinte patético a la ofrenda:
voy a esperar que venga la primavera
para cortar una florecita bella
y a Luz Marina se la llevo de regalo
…
y cortaré un manojo de azucenas
salpicado con sangre de mi alma
En “Johncito de oro”, Adriano vuelve a los inventos y a los regalos y a las alusiones directas a canciones de Escalona –en este caso “El manantial”-:
Pensando en Mary Luz me fui a un bosque umbrío
a buscar el regalo que le voy a hacer
será un johnsito de oro y nacarado el río
de marfil el muelle y las aguas de miel
Con las alas de un cóndor le haré la sombrilla
con plumas de gaviota se la adornaré
Pronto te irá el regalo distinguida niña
que te manda Adriano Salas Manjarrés
El cóndor da detalles de la serranía
y las gaviotas dan explicación del mar
Flor Elena es amiga de Rosa María
y va en el Johnson de oro para el manantial
Hay, por cierto, una composición de Leandro Díaz, también con doble título, “Todo lo que me pidas” o “Exigente” que invierte paródicamente el procedimiento. En vez de destacar la generosidad del enamorado, pone de manifiesto el interés material sin medida de la dama amada. El paseo de Leandro, en el verso 33, nos recuerda los versos 9 y 10 de “Johncito de oro”:
Como yo sé que tu amor hay que comprarlo
Trabajaré para comprar tu cariño
Yo te daré todo lo que te he ofrecido
Todo lo que tú aspiras lo consigo trabajando
Del Banco sacaré ochenta mil pesos 5
Para darte una casa bien bonita
De lo más alto de los Andes muy bonita
Le pondremos agua a la quinta
Y así vivimos contentos
Poquito a poco te he de complacer mi vida 10
Lo que te ofrezco te lo tengo que cumplir
El mobiliario lo traeré de Medellín
La máquina de coser la traigo de Barranquilla
De Bogotá te traigo una nevera
Para que tomes fresco al mediodía 15
Para probarte que te quiero vida mía
Con placer y alegría
Compro una planta moderna
Después de estar tu casita iluminada
Saldré a pasear por naciones extranjeras 20
Me voy de aquí a pasear a Venezuela
De allá traigo una cadena
De regalo a mi adorada
De Aruba traigo todo un almacén
Te lo pone en diciembre el Niño Dios 25
De donde el papa de Roma traigo yo
El corazón de Jesús
y de la luna a San Miguel
Después de Italia voy contigo a Nueva York
Yo te demuestro que sí te tengo cariño 30
En Alemania compraré el mejor avión
Un radio-televisor traigo de Estados Unidos
El radio te da cuenta de otras tierras
Y pasarás los días bien complacida
Un automóvil compraremos en la Argentina 35
Para pasear la Guajira y parte del Magdalena
El tópico, en el Caribe, por supuesto, se remonta mucho más allá de Escalona. Ya en uno de los Cantos populares de mi tierra de Candelario Obeso encontramos:
La richa esite, no é jumo,
Etá en mi etancia posá,
En mi etancia que convira
Que provoca a jarochá…
Allí tengo malibú,
Ajtromelia y azajá,
Tengo un lirio güeleroso
Y jamín re malabá,
En cosa re golosina
Tengo un grande nijperá,
Cocos, cirgüelo, naranjo,
Un no vijto plataná…
Tengo e toro, hata tabaco,
Un ron que jace bailá,
Sólo farta tu presencia
Hay otros elementos que permiten relacionar las obras de Salas y Escalona: expresiones coloquiales comunes, versos similares. En “Patillalera”, Escalona llama a la moneda “la que brilla”; Salas, en “Planeta Marte”, en alusión directa y burlesca al Escalona algodonero de “Señor Gerente” y “El ahijado”, llama a los billetes “los que brillan”:
yo he querido meterme a algodonero
le adaptaré un arado al planeta Marte
y pronto tendré cultivos en el cielo
Y ya cuando la atmósfera sea mía toda entera
la utilizaré de invierno y de verano
sembraré de trigo toda la estratosfera
y le venderé a los interplanetarios
El día que los rusos vayan a la luna
debe Adriano Salas vivir en los que brillan
y el que quiera ir donde está mi fortuna
que me esperé allá en el mar de las Antillas
Yo no tomo más las aguas del Cesar
porque esos manantiales ya son de Escalona
y si en agua dulce me toca bajar
yo acuatizaré allá en el Amazonas
X OTROS MOTIVOS
El predominio de lo amoroso no excluye la presencia de otros motivos que remiten a las circunstancias del entorno como una afectuosa discusión parrandera (“La Panchita”), la crónica socarrona de un suceso real-maravilloso (“El anfibio”) o el relato de los sueños en una de las composiciones en las que Adriano Salas alcanza un alto nivel de elaboración verbal (“Islas Canarias”).
Destacable asimismo es el tratamiento del tema de la naturaleza, presente ya en “El cóndor sin plumas”, en el que Adriano Salas ha hecho importantes aportes. Quiero destacar el paseo “Ave silvestre”, al que los parranderos han bautizado como “Caño lindo”, quizá el primer canto vallenato que pone de manifiesto una actitud ecológica, una conciencia del daño del hombre al paisaje. Al regresar a la hacienda “Los Llanos” donde trabajaba como cajonero (hacedor de quesos), de la que se había alejado a causa de las inundaciones, el hablante se enfrenta a un paisaje natural destruido, abandonado, porque el dueño, Julio Sierra, decidió talar los árboles de la ribera. El ámbito paradisíaco en el que el trabajador y compositor vivía sus horas de solaz, acompañando con su guitarra el canto de las aves del playón, ahora no es más que aguas revueltas, turbias y solas como un hombre. El hablante se dirige entonces al caño, viejo confidente, y lo interroga acerca de lo sucedido con el paisaje amigo de la finca “Los Llanos”:
Caño lindo, dime lo que ha sucedido
adónde está el panorama de Los Llanos
las aves silvestres todas cambiaron de nido
y una por una todas se fueron volando
Tu fuiste conmigo confidente y bueno
yo vine a ver lo que te había pasado
te abandoné por motivos de invierno
y hoy te busqué por causa del verano
Tus aguas lindas ahora son aguas cualquiera
están revueltas y viven solas como yo
fue que Julio Sierra les destruyó la ribera
y el lindo paisaje desapareció
Además de cantarle a la naturaleza, Adriano Salas también exalta a los personajes de su entorno, especialmente a los hacendados, como en el paseo “El Guáimaro”, en el cual nos presenta el retrato de un ganadero que sí aprecia su tierra y de ese modo encarna los valores y los atributos de la región:
Efrain Iriarte Buelvas dueño de una gran fortuna
él es un ganadero de mucha reputación
y dice que su tierra no la cambia por ninguna
porque es ganadera de cultivo y de folclor
Y él es un hombre amigo sencillo y trabajador
Tiene un caballo blanco que llaman “El Festival”
tiene fama extendida de brioso y caminador
y si es un pura sangre qué más se puede esperar
ese es un corcel de muy buena condición
que camina con paso firme
de “El Guáimaro” pa “El Piñón”
Antes de llegar septiembre ya está el encierro apartado
él tiene toros bravos por todita la región
y en la corraleja siempre luce su caballo
y al mismo tiempo le sirve de animador
y él se siente orgulloso
de impulsar a su folclor
XI NUNCA LA QUEJA
Hemos afirmado antes que el tono predominante en las canciones de Adriano Salas es la añoranza: el canto es el recuerdo afligido por la pérdida de un amor o la desaparición súbita de un paisaje hospitalario. No obstante, es preciso destacar, frente al vallenato de hoy, cómo las canciones de Salas nunca condescienden con la emisión de quejas. Aun en los momentos más penosos, como la muerte de la amada, el compositor sabe suavizar la tristeza:
El jardín de mi huerto se acabó
se secó el jazmín que le aromaba
se marchitó la rosa perfumada
y hasta la enredadera se secó
solo una gran tristeza cargo yo
se acabó la alegría de mi alborada
ahora vive llorando Adriano Salas
saboreando el guayabo y el dolor
Aun en los tiempos peores, el hablante se las arregla para persistir en la esperanza:
Yo llevaba una vida de silencio y sinsabores
pero conservando la esperanza sin embargo
Yo nunca me comparo con los tiempos veraniegos
porque así como vivo me autollamo tiempo bueno
yo soy como el invierno prematuro y caprichoso
para hacer el momento más simpático y ameno
(“Jardín de mis amores”)
Ni siquiera la ceguera es impedimento para la aproximación a una plenitud existencial, pues queda el placer platónico de la idea: “Yo soy el hombre que tengo virtudes en el corazón/ para enamorar a todas las mujeres por bellas que sean/ lo que pasa es que no se me presta la situación/ pero en mi mente se me refleja la idea (“Marcelys Milé”). Tampoco la amputación de las dos piernas: “que por desgracia ya no puedo caminar/ pero que vuelo más que el cóndor de los Andes (“Arrroyo grande”)
XII UN LENGUAJE SINGULAR
Lo que principalmente distingue a Adriano Salas de la mayoría de los compositores del vallenato es su lenguaje: la sabia combinación, en dosis exactas, de un léxico cultivado, convencionalmente poético, con expresiones coloquiales, de claro arraigo popular. Salas es un experto en el uso del amplio repertorio de las metáforas lexicalizadas como “el marchito jardín del alma mía”, “el jardín de mis amores”, “el jardín de mis quimeras”, “dientes de perla”, “labios de rubí”, “la blanca luna con su luz de armiño”, “boca de grana”, “los ojos del alma “, el nacarado nombre”, “voz de trueno”, “mar de amargura”, “roncas tempestades”, “el lodo de la vida”, etc. Después de emplearlas, Salas las desautomatiza mediante el uso de prosaismos: “Hay en tu boquita un lindo cofre de perlas/ Regálame una sonrisa, Vilma,/ y muéstrame, las perlas mencionadas”. Pero también sabe inventar las suyas: “con un beso dulce y quemante incendias mi vida/ porque en mis ojos sentí caer dos gotas de sombra”
Muchas de las comparaciones habituales en la poesía popular reaparecen en las composiciones de Adriano Salas: “pareces a la luna con su luz/ tu cuerpo se parece a mi guitarra”, “tus ojos parecen el más bello amanecer”, “Yo te comparo con la mañana más diamantina/ y el paisaje que forma el sol sobre los palmares”. Pero él también aporta a la tradición sus variantes innovadoras: “tiene unas cejas/ que adornan el rostro/ de esa hermosa mujer/ como una gaviota/ cuando abre sus alas/ a la orilla del mar// Y una palmera borracha/ de brisa a la orilla del mar/ no es tan bonita/ ni es comparable/ a Marcelys Milé”.
La singular unión de metáforas lexicalizadas con imágenes coloquiales de gran fuerza (“Me vas a esmigajar el corazón”, “coger el camino”, “jugar una traición”, “El alma repleta de tristeza”, “echarme unos tragos”, “gentes querendonas”) no es el único recurso que singulariza a la creación de Salas. Esta se apoya a su vez en recursos sencillos como el epíteto mnemotécnico, característico de las fórmulas de la poesía oral, gracias a los cuales el compositor le impone descansos a su fatigada memoria (“olivo frondoso”, “lirio tierno”, “fresco arroyo”, “aves silvestres”, “toros bravos”, “agua cristalina”, “morena preciosa”, “verde follaje”, “verdes palmeras”, “blanca luna”). No es extraño encontrarse asimismo con casos de paralelismo sintáctico (“te abandoné por motivos de invierno/ y te busqué por causa del verano”), pero lo más sorprendente, en tanto que resalta un sentido de la simetría es el uso reiterado de la enumeración trimembre: “ hermoso cuerpo, lindo trato y suave andar”, “tus ojos grandes y serenos/ que tienen de cielo, de luna y de mar”, “Conozco ricos que tienen potrero, bastante ganado/ y una cuenta corriente en el banco”, “y dice que su tierra no la cambia por ninguna/ porque es ganadera de cultivo y de folclor// Y el es un hombre amigo, sencillo y trabajador”, “Tú me enloqueciste con el arco de tus cejas/ con tu boca sonora y tu manera de platicar”, “Adiós Caño Lindo con tus aguas encantadas/ tu linda ribera y tu rica vegetación”.
Vemos así cómo un léxico convencionalmente poético, un tanto añejo o anacrónico quizá entra en contacto y colisión con la lengua coloquial y estalla generando ese efecto de extrañamiento verbal propio de la poesía. Cabe destacar que gracias al contrapeso de recursos populares y cultos, Salas se salva de la imaginería artificial, rebuscada y pueril de José A. “Chiche” Maestre, desacreditada por la incoherencia de un lenguaje que no maneja, sino que lo maneja, con sus sirenas encantadas, sus confidentes peregrinos, sus gitanas de fantasía, parodia pobre o empobrecedora de lo que en Adriano Salas es sabor de fruta, delicia de morder y mascar.
XIII CAMBIAR LOS NOMBRES
A diferencia de los otros compositores apegados al realismo a veces rastrero, estenógrafos de la realidad, notarios de la apariencia, Adriano Salas crea, a partir de una perseverante pelea con las palabras, un universo de imaginación, sostenido por una alquimia verbal cuidadosa y lúcida. El lo sabe y lo dice sin agüeros: “A mí no me pregunten por fechas. Yo de eso no sé nada. Uno tiene que ser embustero”. Lo que sí conoce es la elocuencia del silencio y cuando uno intenta indagar por determinados referentes concretos, se hace el distraído y calla. Por ahí no es la cosa. El no aspira a repetir la realidad, sino a competir con ella mediante la recreación de un universo que se nutre de la experiencia real enriquecida por el reino de la imaginación. Así ocurre en su canción “La Ninfa del palmar”:
A Orfelina Barros es que se le rinden estos homenajes.
Adriano Salas le ha cambiado el nombre
y ahora le decimos la Ninfa del Palmar
La palabra del poeta, Adán nominador, más que representar o reproducir fielmente la realidad, la transforma, le confiere una suerte de trascendencia: Aldonza Lorenzo se vuelve Dulcinea del Toboso. Y entonces fluyen los atributos, pero no en desorden, sino sometidos al ritmo de las palabras; en este caso la enumeración integrada por tres miembros:
Hoy se distingue por su hermoso cuerpo,
por su lindo trato y por su suave andar.
Lúcido, consciente, Adriano Salas nos revela, en esta estrofa, la clave de una creación que no necesita de entrevistas para su comprensión. Se trata de una poesía que no aspira a repetir la realidad (por lo demás injusta y amarga), sino a competir con ella mediante la creación de un mundo posible con apoyo en la imaginación creadora que integra perfectamente los imaginarios universales (la ninfa) con la experiencia propia (el palmar). Se trata, además, de una criollizada ninfa a caballo.
Quizá por eso, como una pista o una advertencia, desde nuestra llegada, ha recordado con imprecisión el nombre de la compañera de Miguel Iriarte: “¿Qué es de la vida de Caturra? Usted, Miguel, no se molesta si yo le hago una canción y digo allí algunas cositas. Usted no se va a poner celoso y me va a reclamar”. O cambia de tema: “Yo empiezo por la música, por una melodía, y después, voy juntando las palabras”.
XIV LA RELIGIÓN DE LA MUJER
Las composiciones de Adriano explicitan la concepción que tiene del canto y del cantor, fenómeno no muy frecuente en el vallenato, revelador de una gran lucidez, una conciencia del oficio. Para componer una canción lo primero que debe hacerse es una selección cuidadosa del lenguaje y los motivos. No cualquier elemento puede formar parte del canto: “yo me voy para el Valle/ cuando llegue el verano/ pa coger de la Sierra/ las cosas más bonitas/ para hacerte unos versos”. Estas cosas bonitas fundamentalmente tienen que ver con la tierra: “Con tu tierra tan linda/ yo me estoy inspirando/ pa cantar con el alma/ para ti, Maricela Solano” (“Maricela Solano”). De la contemplación de la naturaleza brota la inspiración que rige el canto:
contemplando un cielo azul
a la luz de un claro sol
y el susurro de las palmas
allí me inspiraré con mi guitarra
dispuesta la mente a hacer una canción
como la hace cualquier compositor
con todo el corazón y con el alma
y como Adriano Salas también canta
sea un adorno vivo a mi folclor
(“La gira”)
Para el compositor, el canto implica una responsabilidad con la tradición, con el folclor y su realización constituye una misión especial, una categoría de nobleza espiritual: “Provinciana bonita/ para mí es un honor/ cantar en tu nombre/ adornando el folclor” (“Maricela Solano”). Se trata, además, de elevar la realidad hasta una especie de súper realidad o realidad superior, plena de armonía: “tu nombre lo volví una canción”.
El sentimiento que permite todas estas transformaciones y elevaciones es el del amor que se apropia de las palabras, se vuelve palabras: “Quiero que escuches mi lira/ estas palabras de amor”. Lírica principalmente amatoria, una de las funciones del canto es el elogio, el homenaje, la exaltación de la belleza: “Yo quise hacerle un elogio/ en mi canto a Marcelys Milé/ porque es la flor más bonita/ que Sucre ha podido brotar”. Se trata, casi siempre, de profesar la galantería, rendir pleitesía a sus damas, a sus amores imposibles:
Desde la segunda vez que dialogaste conmigo
impregnaste mi alma de un perfume embriagador
y desde ese momento te hice dueña de mi vida
para después convertirme en tu seguro servidor
Adriano Salas canta a la hermosura y las virtudes de la mujer con tanta frecuencia e ingenio que sus canciones parecen constituir un extenso piropo: “Tu cuerpo engalana/ todo el litoral “(“Jenny”), “Y cuando ella se aleja de mí las estrellas no brillan” (“Indio guajiro”), “hay en tus pestañas/ una enredadera/ donde no se escapa/ ningún corazón “ (“Capullito en flor”), “cuando vas a “El Otoño”/ todo es primavera”(“El Otoño”).
Esta poesía convival, celebratoria, exige del trovador un estilo adornado, cierto refinamiento y exquisitez cortesanas que se encarnan en metáforas elaboradas, pensamientos ingeniosos, estrofas regulares y juegos de palabras. Luego los cantores profesionales, los juglares con su acordeón, llevarán por los cuatro vientos el amoroso mensaje.
El eje, el centro de este universo verbal es la mujer, y la relación del cantor con ella es la de una apasionada religión. La mujer es la luz que ilumina y da vida, por eso el cantor la llama: “ven a alumbrar mi triste sendero luz vespertina/ que mi alma vaga como las olas sobre los mares” (“Mujer querida”). La naturaleza misma se transforma en presencia de la mujer: “florece el lirio y la fuente entristecida/ canta sus preludios/ al verla pasar” (“La ninfa del palmar”); “Cuando van por la noche al Golfo de Morrosquillo/ y pisan las huellas de las ondas de la mar/ la blanca luna les brinda su luz de armiño/ y las verdes palmeras no dejan de susurrar” (“Cuatro gemas valiosas”); “y hasta el viento canta al ritmo de tu andar// Si pasea de noche la luna es más blanca/ y si es de mañana es más brillante el sol/ la brisa ríe en las palmeras altas/ y la mar se calma si la ve llegar” (“Capullito en flor”).
V LA ULTIMA COMPOSICION
A lo largo de la charla, Adriano Salas insistió en su más reciente canción, “Se acabó mi alegría”. No cesaba de tararearla. De pronto, quiso cantarla, pero no se acordó. Entonces ordenó a María, la mujer que administra la fonda, que le trajera un cuaderno que estaba donde guarda sus papeles, al lado de la pasta de dientes. Se trataba de un cuaderno escolar con una imagen de Michael Jordan con Buggs Bonny. Allí, gracias a los servicios de José Pineda, tiene transcritas todas sus canciones. O al menos las que ha podido recordar últimamente. Me lo entrega y me lo regala, con la condición de que lo pase a máquina, pero antes de irme, debo dejarle copiadas las dos últimas composiciones. “Se murió mi alegría” y “Paisaje de Villanueva”.
“Se acabó mi alegría”, compuesta con motivo de la muerte de Aurora Galindo, su mujer, resalta el estado de depresión en que quedó: “Cuando menos pensé/ llegó el dolor/ y sus garras clavó/ en la carne mía/ me dejo destrozado/ el corazón/ y por ello se ha muerto/ mi alegría”.
En la composición, se destacan dos imágenes expresivas del abandono en que se encuentra: la primera es la de un jardín difunto, olvidado por las aves: “ya no llega el alegre/ picaflor/ al marchito jardín/ del alma mía”, reveladora de una visión vegetal del amor; la segunda señala la desolación tremenda del hablante quien sólo cuenta con la compañía fiel de su guitarra, en un rincón, como el arpa de Bécquer, fuertemente afectada por los hechos: “mi única compañera/ es mi guitarra/ y está adormitada/ en un rincón/ tal parece que tiene/ un gran dolor/ y no suena porque/ le duele el alma/y la gran soledad/ que hay en mi alma/ solamente la ronda/ un abejón // El jardín de mi huerto/ se acabó/ se secó el jazmín/ que le aromaba/ se marchitó la rosa/ perfumada/ y hasta la enredadera/ se secó /solo una gran tristeza/ cargo yo/ se acabó la alegría de mi alborada”.
Como se puede apreciar, Adriano Salas ha construido un personaje sumido en una situación patética y en él concentra la imagen de un hombre sensible en quien el dolor ha posado sus uñas afiladas. No obstante, esa máscara poética es muy diferente del ser de carne y hueso, quien no deja de ser un permanente ponedor de pereque, a la expectativa siempre de clavar una amable flecha de humor en medio de la conversación.
XVI EL TROVADOR CIEGO
La historia me la contó el doctor que había hecho el año rural en el Difícil. Adriano Salas trabajaba en una finca que tenía un campamento lleno de hamacas en el que dormían los trabajadores. Un tipo del pueblo, a quien la mujer engañaba con un empleado de la hacienda, se acercó hasta allí a averiguar y uno de los peones, por quitárselo de encima, le señaló: “El tipo que se acuesta con tu mujer es el que guinda la hamaca allí, en ese horcón”.
Y una noche toda llena de chicharras y de grillos y de música de murciélagos lampiños, el cornudo, armado de un garrote, se dirigió al lugar que le habían señalado y descargó con toda la fuerza de su despecho un tremendo tramojazo contra la cabecera de la hamaca anunciada. Por pura casualidad o por irónica maestría de Dios, esa noche sin luceros, Adriano Salas había ocupado el lugar del burlador de El Difícil. Desde ese día le quedó a Salas una nube, una tela que le opacaba el mundo. No obstante sus amigos de parranda, Tobías Enrique Pumarejo y Luis Mariano Bornacelly, conocedores y admiradores de la belleza de las composiciones de Adriano y lo agradable de su charla, le consiguieron la plata para que fuera a tratarse a Medellín. Pero Salas nunca fue, y no se sabe que hizo con la plata. Lo cierto es que poco a poco fue perdiendo la vista hasta cuando al fin cayó en la noche amarilla, en el eterno oro de los tigres.
XVII EL VIAJERO INMOVIL
“Para describir el inicio de su enfermedad desalmada, Salas narra que se le fueron reventando los dedos de la mano, y un médico jovial, pero sincero, lo revisó y le dijo: “Cuando esa enfermedad se le vaya a los pies, usted no podrá caminar”. Luego Salas vio cómo se le hincharon las piernas –que ya usaba poco- y entonces se vino a Cartagena. Al poco tiempo, se le dañó un dedo del pie, y allí comenzó la parte final de su drama. Tuvieron que amputarle las dos piernas. Después de cantarle a los ríos desbocados, a la sabana serena, a la mujer que amaba, Adriano Salas, el viejo cantor de sabanas y pájaros, quedó inmovilizado en una silla de ruedas para el resto de sus días”