Los nómadas del Carnaval (III)
– El viejo Miguel, el canto que más lo hermana con Barranquilla y su carnaval.
Por Alfonso Hamburger
Adolfo Rafael Pacheco, es un nómada que cada vez que habla nos regala una noticia del folclor. En el carnaval de Barranquilla se mueve como pez en el agua. En el encuentro de Colonias, que ayudó a fundar hace unos 30 años, que es la parte más alta de las fiestas del Dios Momo para los provincianos, alguna vez puso su sello personal: montó una gallera.
– Lo que me gano en la música lo invierto en los gallos.
Le confesó a Oscar Montes, en el cierre del Carnaval de Las Artes, donde reflexionó sobre diferentes tópicos, incluso del nomadismo, el último movimiento cultural del mundo. Es un nómada lúcido y bonachón, capaz de ir dejando tirado en el suelo el vaso plástico donde acaba de saborear un tinto en las calles de Sincelejo, o dejarse “vacunar” en Miami, con un logo del Festival Vallenato, sin darse cuenta. Confiesa que no pudo sacudirse de tremendo apodo ( Adolfo, el vallenato), siendo un defensor ya moderado de su estirpe sabanera, como sentidor de la montaña. Quienes lo vimos por el programa de televisión de la CNN, observamos cuando la cámara registró el detalle rojo, redondo, con una caja, una guacharaca cruzada por un trinche y un acordeón del Festival Vallenato. Estaba vacunado, sin darse cuenta, en el primer Festival Vallenato de Miami, en 2016, donde fue homenajeado.
Le pusieron el botón sin darse cuenta y ante el mundo lo presentaron no como un vallenato más, sino como el mejor de todos. Y para colmo de la envidia, el entrevistador era paisano suyo. Como le dicen vallenato a Aníbal Velázquez, por el solo hecho de llevar una acordeón a cuestas. Pero aquí, en el carnaval de Barranquilla, se trata de música de acordeón. Y punto.
– Ellos, Oscar, lo que han hecho es quererme. Me dieron el doctorado Honoris Causa, y yo así me dejo querer. Son muy habilidosos para presentar su vallenato ante el mundo.
Para los sabaneros ortodoxos, aquella vacuna fue el acabose. Era como el recoge y vámonos. Pero este nómada, el más grande compositor vivo del género de acordeón en Colombia, según lo sentenció Daniel Samper Pizano en la clausura del Hay Festival en Cartagena 2016, simplemente se ofrece amplio, bonachón, especialmente en el ambiente del carnaval, porque le recuerda al Viejo Miguel, crónica que hizo a raíz de la quiebra económica de su padre, Miguel Pacheco Blanco, refugiándose en Barraquilla, que convirtió en un espacio de paz y tranquilidad. Sin duda, su mejor tema, por encima de “La Hamaca Grande”, la más grabada. Así lo admite, sin tapujos.
Es la canción que más lo relaciona con Barranquilla, porque siguió los pasos del Viejo Miguel, y aquí se radicó, cuando los Montes de María se volvieron invivibles por cuestiones de orden público. Y aquí vino a mostrársela al viejo cuando la terminó, ante el temor de que éste la rechazara, pues no quería que su hijo predilecto fuese músico, sino un político que incendiara al Senado de la República con sus discursos. Convidó a Ramón Vargas y a Luis Anillo, fletaron un Jeep y le cayeron en chagua. El viejo se bañó, se vistió como si realmente fuese el cónsul de Haití y salió a atenderlos. Ramón se llevó el acordeón al pecho y empezó, y Adolfo, con esa voz suave y bien modulada de entonces, le cantó. El viejo lloró, al igual que el general Juan Salcedo Lora al escuchar sabor de cumbia (“no es negra es morena”), lo abrazó y le dijo:
– ¡Hombe, hijo si esto es una poesía, es como un homenaje para mí!
Al viejo le habían dicho que el canto, que ahora le gana cinco a uno a la hamaca grande en las parrandas, porque cuando mecen la hamaca ya el viejo Miguel lleva varias cantadas, era una especie de burla por que se había arruinado. Y en cierto modo así era. Después de la muerte de Mercedes Anillo, su mujer, cuando Adolfo solo tenía nueve años, el viejo Miguel se volvió loco con las mujeres. Llegó a tener cuatro hogares dispersos. Se alcoholizó. Aquello lo llevó a la quiebra.
El tema, que encarna la nostalgia nacional, considerado el mejor merengue vallenato de todos los tiempos por su exactitud rítmica, su belleza armónica y riqueza literaria- un cuento perfecto de tres minutos y unos segundos- lo hizo en 1964, tres años después de venirse de Bogotá, dizque con el pretexto de sacar la libreta militar.
Adolfo vivía muy pobremente en una pequeña casa de palma y piso de tierra, cerca de Andrés Landero, en el barrio La Gloria de San Jacinto. Tenía dos mudas de ropa y unos zapatos corona, negros, de cordones, que le había regalado su hermano Miguel, el de la piladora de maíz. Se ganaba la vida dictando clases en el Instituto Rodríguez y ponía serenatas acompañado de Miguel Manrique. Este era apenas un niño y le daban gaseosa para que no se durmiera.
La quiebra del viejo Miguel, ya refugiado en Barranquilla, era motivo de mofas. La ruina de una persona era mal vista. Trataban de esconderla como a los mongólicos que solo sacaban en las elecciones para asegurar su voto. Aquella vez, Adolfo estaba tan mal económicamente, con hijos a cargo, que no se atrevía ir a la tienda de la esquina. Esa vez mandó a su mujer a fiar para el almuerzo. Y era tanta la desvalorización moral por la ida del viejo, que unos borrachos trataron de enamorarle a su mujer. Era el colmo. Aquel dolor tan fecundo se le tradujo en canción. Sin valor para llegar a la tienda castigar a los impertinentes, tomó la guitarra, se sentó en una hamaca y empezó a darle al tema.
– Buscando consuelo, buscando paz y tranquilidad, el viejo Miguel del Pueblo se fue muy decepcionado. Tarareó.
La verdad que la guitarra no le daba para mucho, porque apenas se acompañaba con ella, gracias a las ilusiones que le daban Miguel Manrique y José Elías Díaz, el popular fresco de leche. La rascaba apenas en paseo, como la quiso grabar Alejo Durán.
Estaba en la segunda estrofa, cuando irrumpió el profesor Carlos Barraza Alandete, quien llevaba una semana bebiendo. Pese a su estado de beodez, Barraza era no solo un humorista consumado, sino un modesto estudioso del lenguaje:
– Paco Lara Adiós, me voy de la tierra mía, cantó Adolfo, después de recibirle el trago.
Fue donde a Barraza se le prendió el humor, entonces le advirtió:
– Para colar a Dios se necesita un colador muy grande, Adolfo.
Entonces Adolfo le pidió un trago más responsable. Se lo tiró de un solo, acomodó la guitarra en el pecho y rectificó:
– Adiós paco Lara, me voy de la tierra mía.
… Y así quedó.
Después Ramón Vargas, quien tenía la virtud de poner las cosas bonitas aun siendo malucas (en el aspecto rítmico) , lo adaptó a merengue.
II
El profesor Barraza siguió su parranda celebrando los éxitos de Adolfo casi diariamente, hasta el 21 de Julio de 1969. Ese día, a eso de las tres de la tarde, tras serenar la juma del día anterior, salió después del baño y el perfume, a buscar parranderos, se suponía.
-¿Ajá, mijo, y para dónde vas?, le preguntó Cristina Farak, su esposa, con gran cariño, a lo que Carlos le respondió:
-Voy a ver la transmisión de la llegada del hombre a la Luna por TV.
La misión de Angstrom y Aldrin, los dos héroes, había comenzado el 16 de Julio. Y terminó el 20 de Julio, el día anterior.
– Estarás perdido en el tiempo, le dijo Cristina, eso fue ayer.
Eran tantas las celebraciones de la música, que el profesor ya se orinaba en las calles y sacaba su soldado sin que le diera pena.
La respuesta de su mujer fue tan certera, viéndose tan perdido, que no solo juró que no bebía mas, sino que se convirtió en otro nómada, al radicarse en Los Estados Unidos, donde no dejó de poner, en un solo día de su vida, la nostalgia del Viejo Miguel. Y hasta la grabó artesanalmente, parodiando la voz de Toño Fernández, sobre el propio disco.
La vida seguía su curso. Adolfo Pacheco continuaba dictando clases en el colegio de Pepe Rodríguez. Un día cualquiera, le dijeron que alguien lo buscaba en la puerta. Era Lisandro Meza, quien llegó muy bien vestido, con unos bluyines apretados, una camisa de vaquero y una cachucha con dos escopetas atravesadas al frente, al estilo del mejor carabinero. Ya Meza era conocido, por eso Adolfo se molestó de que no lo hubiesen hecho pasar enseguida.
Después del abrazo, Meza fue directo al grano, iba por la canción que todos tocaban en las parrandas, que ya se sabía: el viejo Miguel. No solo se llevó el Viejo Miguel, sino Sin Compromiso. Y como siguiendo el nombre de esta canción, en donde Pacheco aduce el tema del matrimonio ya con hijos grandes, no hubo firmas de por medio, porque confió en Lisandro, que no era liso, y le interesaba más la publicidad de su obra que la plata. El que si armó problemas fue Andrés Landero, que ya la tenía montada y no grababa algo que ya otro hubiese grabado. Fue una lástima, porque nos quedamos sin oírla grabada en su yugo campesino.
Andrés Landero, quien fue el mejor intérprete de Pacheco, era malicioso. Muy celoso. Del colegio Pacheco y Meza salieron al barrio La Gloria, donde Andrés Landero llevaba una parranda de tres días con Nabo Cogollo- el del cordobés- el profesor Barraza y otros personajes. Landero, al ver a Meza, se encabritó, peló los dientes, porque pensó que el Palmitero les iba a quitar la parranda. La llegada del hoy famoso rey sin corona, se constituyó en un gran acontecimiento, porque al interpretar el Viejo Miguel por primera vez ante su autor, la gente se precipitó al lugar, tumbando la cerca para penetrar en el patio. Desde allí se marcó su éxito.
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III
Barranquilla siempre fue como un refugio sagrado para los provincianos, más aun cuando se dejaron abrazar por su carnaval, que ayudaron a nutrir con sus costumbres transportadas a la gran ciudad. Se llevaron sus chistes, sus vituallas, el suero atolla buey, sus hamacas y mochilas, sus canciones harinosas, sus nostalgias, danzas y creencias. Paradójicamente, San Jacinto, que es el pueblo más ancestral de América, siempre tuvo más relación con Barranquilla que con Cartagena, su capital. La permanencia de un Bus, que salé para curramba diariamente apenas despunta el alba- con los primeros gallos -y a las cuatro de la tarde ya está pitando alegre en las calles de San Jacinto a su regreso cargado de razones de boca, de pasajeros y de encomienda, ratifica esos lazos. Empresarios como Los Matera, dueños del frigorífico Camagüey, fueron los antecesores del Viejo Miguel en Barranquilla. Pero las cosas se consolidaron en esa gran zona de distención que es el carnaval, donde se mezclan sin ningún tipo de recelos negros, blancos, jipatos, mestizos, y demás. Por eso, siguiendo los pasos del Viejo Miguel, quien también se fue para el cementerio, pero a los 75 años, Adolfo se radicó aquí. Y para continuar con un pedazo del Carnaval de San Jacinto, se inventaron un espacio abierto, en el parque de la 74, el domingo de Carnaval. Llegaba Landero, Carmelo Torres. Los Lora y los gaiteros. Jugaban gallos, echaban chistes, hacían sancocho de varias carnes, se echaban maicena y bailaban. Le dijeron por más de 25 años el encuentro de Colonias, porque se fueron sumando provincianos de otros pueblos. Luis Betancur, con más de 70 años en Barranquilla, abría las puertas de su casa, al frente del parque. Cuando se recrudeció la guerra en Los Montes de María y amenazaba con llegar a Barranquilla, se dieron cuenta de que los personajes que iban a la fiesta al aire libre quedaban expuestos. Aunque nunca pasó nada más allá de una amenaza con revólver de bollo e yuca o un veneno de agua de panela, fue necesario, por cautela. Para prevenir aquella amenaza, cercaron el parque, entonces llegó la ambición del dinero. Hoy la fiesta de colonias es otra cosa. Se fue del parque de la 74, Betancur murió y el encuentro se bifurcó en otras expresiones, todas comerciales, aunque alguna de ella tenga la presencia del pueblo sabanero, como la que se hizo en la calle 57 con carrera 21.
Uno de los nómadas que iba con frecuencia al encuentro de colonias, era el General Juan Salcedo Lora, entonces comandante de las FFMM de Colombia. Obvio que podría ser un gran objetivo de los subversivos, pero allí se convertía en uno más, totalmente integrado a la fiesta. Le gustaba tocar la guacharaca en el conjunto de Andrés Landero. Cierta vez, en plena parranda, le entró una llamada de Bogotá. Le tenían el resultado de una investigación que les había llevado cierto tiempo. Le hacían seguimiento a un plan del ELN, que transportaba un arsenal desde La Dorada en una barcaza, rumbo a Cartagena. Podrían capturarlos saliendo de La Dorada ese mismo día, domingo de carnaval, casi saliendo, si el general ordenaba.
Recibida la información, el general acarició la guacharaca, mientras Andrés Landero le hacia la venia para que se integrara al conjunto, con un nuevo tema, entonces, para deshacerse del compromiso, expresó:
– Tranquilos, déjenlos que sigan bajando, que yo mismo los capturo el martes de Carnaval en el Canal del Dique, después que entierren a Joselito.
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