ALFARO ARRIETA, EL HOMBRE QUE DESMITIFICÖ LA TARULLA.
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Se fue con las ganas de visitar El Gurrufero.
Por ALFONSO HAMBURGER.
Como si presintiera que algo podía suceder, Alfaro Arrieta, cuyo nombre era de dos apellidos, en los últimos años metió toda la chancleta al ritmo de su vida, cuando en su bella cabeza apenas asomaban unos copitos de nieve y su sonrisa ya festejaba las ocurrencias de sus nietos.
Lo vimos por todas partes acelerando procesos, liderando proyectos, componiendo, cantando, organizando cosas, echando panegíricos en los reiterados sepelios de colegas, familiares y amigos, coqueteándole a la política y hasta hacer entrevistas por las redes a todo el mundo en momentos que la pandemia nos invitó a ser creativos. parecía que al fin La Mojana se estaba integrando en sus tertulias virtuales, que condujo con un especial estilo , relajado y entretenido.
A Alfaro Arrieta le rindieron sus sesenta años y en el tiempo en que se dice que comienza la era productiva, el sosiego, cuando pensábamos que su liderazgo estaba incólume, nos deja a la deriva.
Nunca vi un tipo más avispado que Alfaro Arrieta, pero no un avispado para sacar provecho personal, sino que se dio cuenta, no se si tarde o temprano, que estábamos huérfanos de buenos líderes, de modo que le fue muy fácil sobresalir en medio del desgano, la falta de sentido de pertenencia y esa cultura hicotea del dejado de que hablaba Orlando Fals Borda, para asumir la tarea de despertar el entusiasmo colectivo de una tierra harinosa, inmensa y productiva, pero avasallada por yerbas de otros linderos.
Alfaro Arrieta le imprimió dinamismo a la vaina que se formó. Y después de su paso por la Caja Agraria, donde se pensionó, dedicó esa especie de tiempo extra a trabajar por lo que más le gustaba: la gestaduria cultural y la música. Era un director de orquesta que como un malabarista trataba de cobrar el tiro de esquina e ir el mismo por el cabezazo para marcar el gol. Le rendía. Viajaba. Lo vimos en Argentina. Componía. Organizaba. Promocionaba, Jalonaba el proceso.
Nada parecía imposible para Alfaro Arrieta. Estaba puntual para el detalle, no solo a la hora del sepelio, sino de la gloria. Le fue fácil sobresalir. Y fue creando una especie de etiqueta sobre el gramalote que alfombrisa las ciénagas de La Mojana. A la cultura de la tarulla, que al principio parecía despectiva, Alfaro Arrieta le dio la vuelta, convirtiéndola en el sello de su proyecto regional, que fue uniendo la sabana con la depresión mojanera. Era como si alguien lo hubiese pellizcado, o como si de repente hubiese descubierto que el tiempo no era corto todavía para poder triunfar.
No es bueno recordar a Alfaro Arrieta con tristeza, sino con el mismo humor que en Majagual se desborda desde Las Tablitas, lugar donde surge aquella morrocoya pecaminosa que tienta a Rodolfo Zambrabo y a Miguel Durán a violar el sexto mandamiento, hasta los entierros bonitos, festejando con Juancho Lalo, cada una de las ocurrencias de la cotidianidad.
Alfaro Arrieta fue el único ser viviente que se atrevió a decirle Chupluky a Chupluky, un temible barón Majagualero, que era capaz de cortarle la cabeza a quien hozara recordarle el remoquete que todos rumoraban a baja voz, pero que ninguno se había atrevido a frentear a vox populi. Nadie lo había frentiado.
Un ganadero hizo un concurso a ver quién se atrevía a desafiar a Chupluky en su propio rostro. Pagaba bien. Alfaro Arrieta se le midió al reto. Lo invitó a sentarse en una de las bancas del parque Manuel Dimas Del Corral, y empezó a referirle el cuento, según lo cual, alguna vez tenia una sortija en el dedo anular que le había regalado su madre, refiriéndole, así, mostrando su dedo desguarnecido: «¿Te acuerdas, Fulano de tal de aquella sortija que yo tenia aquí en este dedo?, pues bien, mamá me mandó al rio a buscar una lata de agua, me puse a lavarme las manos con jabón de monte y en una de esas la sortija se me resbaló y chupluky, se me fue al rio».
Chupluki era el sonido que se produce cuando se tira un objeto al agua y así le decían a aquel fulano gruñón.
Y Chupluky, que no era ningún caído del zarzo, un poco confundido le preguntó:
–¿ Me está poniendo sobrenombre, Joven Alfaro?..
… Y Alfaro, con una seriedad de pontífice, le respondió, de ninguna manera, Don Fulano de tal, yo lo respeto mucho, es que así fue como sonó mi sortija al caer al agua: !chupluki!.
Me daba la sensación de que el gran Alfaro Arrieta, quien dividió su corazón entre Sincelejo, Galeras y Majagual, en cualquier momento iba a prestar su nombre para la tarjeta electoral, pero nunca manchó su gracia en esas actividades que podían distraerlo de su liderazgo natural como gestor cultural y musico de etiqueta, que se creyó el cuento hasta su último suspiro.
Cuando aspiró a representar a su sector como delegado ante el organismo cultural dejó regados a sus oponentes como de aquí a la luna. Tenia poder de convocatoria y ganó con una facilidad asombrosa.
No me imagino como debe estar Pacho Gómez, quien siempre nos pone a arrodillarnos para orar por nuestros mejores hombres y mujeres, que se nos están yendo. Y Alfaro Arrieta nos deja sin palabras. Dios nos ampare.
Ahora tenemos que ser solidarios con Pacho, La Mojana y todos sus hijos, porque la mejor faceta de Alfaro Arrieta se resume en una palabra: solidaridad.
Se fue el hombre que convirtió un apellido en su propio nombre, dejando de segundo al primero.