75 horas a bordo de una nevera¡

 

 

LA VUELTA A COLOMBIA CUSTODIANDO UNA NEVERA.

 

Por  Alfonso Ramón Hamburger

 

El viaje en chiva de palo es  una crónica.  Es un servicio del pueblo, para la gente que no anda de afán, que tiene paciencia y calma,  para aguantarse el hedor del cobrador del bus, el asedio de los revolea dores en la terminal,   las razones de boca,  las paradas del chofer- necesarias e inmodificables- para visitar a la amante en la orilla de la carretera o a surtirse de gasolina en Ovejas para evadir la sobretasa y sin hacer bajar a los pasajeros , las discusiones por el precio del pasaje, la incomodidad de  las gallinas, los cerdos, las mudanzas y la gritería que forman ese enjambre de vendedores de fritos que te asaltan en el Carmen de Bolívar y te meten el olor de la manteca por los ojos.

Un viaje de estos es necesario siquiera una vez al año para refrescar la pluma.  Y muchas veces, cuando asedian los puentes festivos, el fin de año y la semana santa,  toca disfrutar o sufrir la experiencia, dependiendo de la actitud que se tome al momento de decidir el viaje. Esta vez fue el pasado domingo de ramos. Viajo para San Jacinto, escotero y feliz, como cualquier parroquiano que anda en moto taxi y llega a la terminal de Sincelejo, al frente de Brasilia, donde te asalta una variedad de ofertas.

— ¡Ey, monito, para Montería!

–Voy al sitio de San Jacinto!, les respondo.

Una tajada de patilla fresca, partida a la intemperie, no queda mal para el sofoco de las diez de la mañana. Huele a humo, a gasolina, y no sopla brisa.  Es una patilla pálida, como si la hubiese pisado un camión de los grandes, pero fresca. El bus parece esperar con toda la paciencia, en la orilla de la carretera. Y a su lado, los mototaxistas esperan sus clientes, acechantes, como perros de presa.

–¡Quiubo, Cartagena!

–Epa, me sirve, le digo al tipo.

–¿A qué hora arranca?, le pregunto al hombre que revisa las llantas traseras del bus.

–Ya mismo, súbete, me dice.

…Y me subo.

Ya mismo es mientras se termina de llenar el bus. Tengo este domingo para mi, pienso, a las doce que llegue a San Jacinto, hora del almuerzo, es muy bueno. Subo al vehículo en penumbras, de esos amarillo, azul y rojo, como las guacamayas. En sus mejores tiempos también fue último modelo, hará  veinte años.  Debió Tener televisor y betamax, aire acondicionado y cierto confort. Adentro tampoco sopla brisa y ya hay unas diez personas embarcadas. Puedo escoger el puesto a mis anchas. La niña que está a la izquierda, de piernas flácidas, tiene un cupo y parece invitarme con la mirada, pero prefiero a la derecha, a su mismo nivel, quizás para poder entablar una conversación.  Mientras sube la gente hago una llamada en mi celular. Fueron quince minutos en los que hablé de periodismo  y cambio climático con una amiga, mientras con el rabillo del ojo observaba.  La niña no me quitaba la mirada, más aun cuando saqué una cámara de televisión y la puse al lado, para sustraerle una cassete. Mientras hablaba rogué que la vieja gorda que se subía, grasienta como un frito recién sacado del caldero, no se antojara del puesto a mi lado, pues me aplastaría con su panza.

Decido entonces sacar dos cassetes de televisión para dejarlos en Los Palmitos, donde reside mi productor,  así que la muchacha vio la máquina, mostrando más interés por mi equipaje. Mientras hablaba, una hermosa muchacha tomó el puesto vacio a m i lado, pero como seguí hablando sin darle importancia, se levantó y tomó un puesto adelante, al lado de un joven. De pronto no le gustó mi físico o mi indiferencia, mientras hablaba por celular. Aquí  la gente habla mucho por celular y no atiende a las otras personas. Me incluyo en esta moda en la que hablamos y hablamos y no nos comunicamos. No nos alcanza la plata, el tiempo ni los minutos del celular.

Al fin, creo que media hora después, el bus arrancó con la mitad de los cupos vacios. Iba muy lento, casi rayando en el fastidio, como dicen en Barranquilla: haciendo toritos. Salvo el cobrador, que empezó a regatear el precio del pasaje con algunos pasajeros y la parada en Corozal, donde se gastó veinte minutos más, el viaje lucía sin emociones. Hice varias llamadas acumuladas para distraer la parsimonia del viaje. En la Escuela de Carabineros Rafael Núñez, después de Corozal, la muchacha de piernas flácidas, dejó de mirarme. Yo me había colocado detrás del chofer, pensando en la recomendación de mamá en el sentido de que el conductor siempre trata de defenderse y por regular a los pasajeros de su hilera, cuando ocurre un accidente.

En ese instante se embarcó un hombre muy joven, de aspecto militar, cortado bajito y acento cachaco en el que la muchacha distrajo sus ojos ¿Todos los militares son cachacos? Santo remedio, la muchacha se entretuvo con el joven y dejó de mirarme, pero no vi que le diera ninguna dirección o numero de teléfono, al menos hasta donde pude observarlos con el rabillo del ojo. No pasaron dos minutos para que conversaran como viejos amigos. De seguro, que habría nacido un romance.  Lo que es el chofer, el cantante y el policía, levantan todos los días.  Antes de Los Palmitos, casi a la par del joven policía, se embarcó un vendedor del manjar sabanero,  lanzó su cháchara de siempre, que ustedes van a llegar y les preguntarán que me trajiste, y tendrán un lindo regalo para no aparecer con las manos vacías.  Entonces entregó a cada pasajero una vasija de barro  colorado con dulce de leche. Mientras el tipo vendía su producto me fui a la puerta del bus, para dejar los cassetes al productor de macilenta figura que me esperaba con cachucha de beisbolista, a la altura de la Estación de Policía de Los Palmitos, tierra sagrada, pues allí está sembrado Carlos Barraza Alandete, uno de los mejores san jacinteros que he conocido.

Diez metros mas adelante, en la entrada principal, alguien pidió parada. Allí el bus se gastó unos quince minutos más, mientras subían y amarraban una mercancía en el techo. Pensé en el policía muerto en la estación, en tiempos en que uno iniciaba un  viaje y no estaba seguro de llegar  a su destino. La guerrilla aquella noche se tomó la estación de policía a sangre y fuego. Destruyó el comando a  punta de ráfagas a la  hora de las telenovelas. Atacaron con bombas, cilindros de gas, granadas, fusiles y todo tipo de elemento bélico de alto poder. Y pensar que el Batallón de  Fusileros de Infantería de Marina de Corozal estaba a diez minutos y la Escuela de Policía un poquito más allá.  O sea, los subversivos  se metían en las barbas del león acorralado, a la cueva del lobo. Esa noche dolorosamente oscura mataron a  aquel  agente de policía de la manera más absurda. Estaba  maduro y  de hora para la muerte. Estaba de franquicia y debía tomar turno como comandante de guardia a las doce de la noche en punto, pero como no tenia nada qué hacer en su casa, decidió irse al comando y tomar su puesto de vigilante dos horas antes. Fue el primer disparo el que se oyó en todo el pueblo el que le quitó la vida. De allí en adelante todo fue terror. Se fue la luz, la gente se metió bajo las camas y ese otro día, cuando inspeccionaron el lugar, solo hallaron escombros y un cadáver.  La gente pensó que los habían liquidado a todos, como en Chalàn.

Mientras pienso en la fatalidad de aquel policía un hombre sudoroso se me sienta al lado y me pregunta,  sobre la nevera.

-¿Quedaría bien esa nevera?

–  ¿Cuál nevera?, le respondo.

– La que acabamos de montar arriba del bus.

 

Ah. No sabía que era una nevera.  Creía que subían bultos de yuca, de ñame, de calderos. En este pueblo hay una fábrica de calderos sin marca que le hace la competencia a los de Peldar.

Bueno, pero ya sé que arriba de nosotros viaja una nevera. En caso de un accidente, Dios nos libre, nos puede aplastar ese aparato que viaja en el techo del bus.  Me acuerdo de la oración que me regaló la Seño Viña para viajar y la repito ahora:

-Creo en Dios y en las tres Divinas Personas en llegar a un feliz viaje!

Cuando vivíamos en Bajo Grande, el sueño de nuestro padre no era que un día llegáramos a ser profesionales, sino tener una nevera para el agua de tanque helada y un abanico para echarse fresco. Ya había sacado fiado El Manicero, un picó con el que nos ayudaron a criar a fuerza de rancheras y de  felicitaciones a los enamorados: Manuel Ramón Fernández- locutaba mi padre – saluda a una linda muchacha del Barrio Arriba cuyo nombre se reserva, con la siguiente pieza musical, la Perra de Alejandro Durán. De modo que una vez terminó de pagar el picó a cómodas cuotas mensuales de a veinte chivos cada una, se metió en el lío de la nevera. Lo paradójico era que no funcionaba sino con gas,  le prendían una mecha atrás a través de un tubo y eso enfriaba el agua. Conocimos el hielo antes que en Macondo. El traslado del exótico servicio, a través de un camino culebrero y culebreante, en hombros, había sido un espectáculo público, en el que se movilizó todo el pueblo. El espectáculo, como en el día que pusieron a funcionar el primer radio, en  casa de mi abuelo, fue tan excitante como el traslado de un enfermo en hamaca, más aun cuando encendieron una mecha y le metieron candela por detrás.

Mientras  recuerdo la nevera a gas e imploro protección a las tres divinas personas, el hombre sudoroso, de torso grasoso, vuelve a la carga, en confianza.

-¿Este bus llega a la Terminal?

– Si Claro, le respondo.

– ¿Para qué parte de Cartagena va?

– Para el sector de Mamonal, en la parte trasera, casi a la altura del mar, la salitrosa.

–  Por seguridad, debe quedarse en La terminal y allí contrata un transporte, le recomiendo.

Vuelvo a meditar:

¿A quien se le ocurre llevar una nevera desde Los Palmitos, Sucre, para Cartagena? Pienso. En Cartagena  hay miles de ventas de neveras, de todos los precios, tipos, precios, colores  y modelos.

-Ajá y para qué lleva esa nevera a Cartagena?  Le pregunto.

Entonces el hombre empieza a desahogarse:

La primera impresión que el tipo me da es que está muy enamorado de su mujer. Desde hace seis años dicta clases de química en el colegio Público de San Pablo, en el sur de Bolívar, después de trabajar algunos años como visitador médico. Es un pueblo tan distante de Cartagena que la mayoría de la gente habla cachaco y mercan en Bucaramanga, que está a nueve horas. Para ir allá hay que llegar a Magangué, donde se toma una chalupa que atraviesa culebrera y garbosa varios departamentos por espacio de nueve horas. Allá sigue la disputa del territorio entre guerrilleros y paracos y lo peor, el sol aprieta más que en Magangué. Es un  sol pegajoso que arde en el cuerpo. Ni los negros cartageneros se aquerencian con el calor y se tienen que cambiar de ropas hasta tres veces en el día.

En ese ambiente pesado, su mujer no se aguantó, se aburrió muy pronto.  Para conquistarla le prometió la nevera. El quince de  mayo del año pasado, día del maestro, viajó a Bucaramanga y la  compró por dos millones de pesos, de contado. Es una Haceb R 10 de las grandes, con todos los juguetes. Pero aún con el regalo la mujer no se aguantó esa galleta y se vino en diciembre para su Cartagena del alma, atosigada por el calor. La situación del profesor se complicó cuando  el marido de una compañera maestra también se aburrió y decidió venirse para Los Palmitos. Contrató un planchón donde metió todos sus enceres   y se vino. Entonces el profesor aprovechó para traer la nevera, pues en Servientrega le hacían el traslado por quinientos mil pesos, una cuarta parte del valor de la nevera, mucha plata.  El viaje de Bucaramanga a San Pablo fue de nueve horas y de San Pablo a  Maganguè de tres días, sin incluir la hora y media de Magangue a Los Palmitos.  Según estos cálculos, al ojo, esta nevera había viajado 75 horas. Había pasado por cuatro departamentos, Santander, Magdalena, Bolívar y Sucre. Se trataba de la vuelta al Magdalena en nevera.

Ahora llevábamos esa nevera tan pesada en el techo del bus. Debía ser un  objeto muy sentimental para semejante incomodidad.

-¿Ajà y por que no vendió esa nevera en San Pablo y compró otra en Cartagena?, le pregunto.

El tipo suelta una risita de timidez y me responde que no se le ocurrió. Es donde se me ocurre pensar que este hombre  o es un corroncho de mierda o está muy enamorado de su  mujer, con la que tiene dos hijos.  Un tipo como  mi hermano José Hamburger o como mi tío Ramón Fernández, que son más enamorados que un perro mocho, hubiesen hecho dos cosas. Primero, la hubiesen cambiado por cerveza, se la hubiesen parrandeado. Dos, se hubieran sacado otra mujer y le hubiesen regalado la nevera. Era más fácil buscarse otra mujer que transportar esa nevera de un pueblo perdido en el sopor del sur de Bolívar y regatearla por el rio y las malas carreteras que tenemos.

Pero no, este hombre llevaba en ese bus una pesada nevera, comprada en Bucaramanga en dos millones de pesos, paseada durante tres días por el rio Magdalena, arrumada en Los Palmitos desde enero, para su amada en Cartagena. ¡Era su regalo del día del  maestro!

Lo peor del cuento es que ya a estas alturas, después de tanto tiempo de viaje y sin ponerla a funcionar, no se sabía si la nevera estaba buena. Le había recomendado que no la enchufara enseguida, sino que la sometiera a revisión antes de prenderla. Lo único que le daba seguridad era su factura de compraventa, con IVA incluido y un  permiso de transporte.  Lo paradójico es que durante el trayecto pasamos tres retenes de la Policía y nadie le pidió los papeles. A lo seguro, que en caso de no llevarlos, la Policía se los hubiese exigido. Así es, cuando el pobre lava, llueve.

De todas formas,  felicito a este gran profesor, por amar a su esposa, en atención a una sentencia en el sentido de que aún el amor existe.

Alfonso Hamburger

Celebro la Gaita por que es el principio de la música.

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